El rastro

 

Adrián Eduardo Duplatt

 

La noche, fría y húmeda, invitaba a permanecer al calor del hogar. Las recientes lluvias habían traído su acostumbrada carga de barro y problemas a una ciudad que, como un gato casero, no estaba acostumbrada a los aguaceros.

En el interior de la Seccional Segunda de Comodoro Rivadavia, el Sargento Principal Toribio González descansaba en una anémica silla de madera que parecía ofrecer, ante sus casi cien kilos, la misma resistencia que un presidente latinoamericano ante el FMI. Tenía sus gruesas piernas cómodamente apoyadas en un escritorio tan viejo como descuidado. Una vetusta lámpara le ofrecía un poco de luz cansina. Gutiérrez -el Oficial de Guardia- había salido y González aprovechaba la ocasión para usar su oficina como refugio temporal. Allí se estaba tranquilo.

Lo rodeaban un armario metálico, una mesita telefónica, un par de sillas y una estufa eléctrica que, tozudamente, intentaba entibiar el ambiente con su resplandor rojo. Las paredes, manchadas de mugre y humedad, no brindaban un mejor escenario; pero allí se estaba tranquilo y el Sargento González podía leer en paz.

Sus ojos negros se movían vivaces entres las líneas del papel. «Adiós, muñeca», de Raymond Chandler era su libro de compañía en esa noche de guardia. La novela policial era, para él, tan adictiva como la más pura de las drogas. Y eso que nunca fue muy aficionado a la lectura, ni a las drogas -por lo menos a las ilegales-.  Cierta vez, un amigo de su hijo Osvaldo se apareció en su casa con un libro de Dashiell Hammett y le contó que era un policial «den serio». Allí probó por primera vez ese tipo de lectura. Y le gustó. Después le pidió prestados otros libros al muchacho hasta, finalmente, ahorrar algo de lo que gastaba en puchos para comprar alguna que otra novela y no perder el ritmo de lectura. En eso estaba esa noche de invierno.

El humo de su cigarrillo estaba convirtiendo la habitación en una nebulosa calle londinense, pero más nociva, si eso fuera posible. Se escucharon pasos y alguien abrió la puerta:

            -Che, Toribio, vení…

            El Sargento levantó fastidiado la vista de su libro y con pocas ganas preguntó:

            -Qué querés, no ves que estoy leyendo…

            -Dejáte de joder con esos libros… vení que llamó una vieja que le parece que vio un fiambre en la calle…

            -¿Estás seguro?

            -Yo sí; la veterana, no sé.

            -Bueh, vamos a ver qué pasa.

El Sargento salió de la oficina del Oficial dejando tras de sí una estela azul de cigarrillos.

Los pasillos de la Seccional estaban tan fríos como el trato que le dio su esposa cuando le dijo que no le armaría las repisas que le pidió para su cocina. En esa ocasión fueron casi tres días que no le dirigió la palabra. Después de su luna de miel, fueron los tres días más fascinantes de su vida marital.

Pasaron por la habitación donde los demás milicos estaban reunidos tomando mate y mirando una película pornográfica que habían mangueado en el kiosco de la esquina. «Está bien  -pensó González- la noche está fría».

Cuando llegaron a la guardia, preguntó:

            -¿Y? ¿Qué es eso de la vieja y el fiambre?

El agente Marcos le contó de la llamada telefónica, de la vieja que dice que vio un hombre tirado en la calle y que le parece que está muerto…

            -Sargento, ¿vamos a ver? -se entusiasmó el joven “Boy Scout”.

El sargento González lo miró con asombro. Si el «Roña» Castro, aquella vez que hizo guardia en una de sus peleas,  le hubiera propuesto matrimonio, no se habría sorprendido más.

            -¿Salir ahora? ¿Qué chupaste vos, me querés decir?

            -Pero… Sargento… puede haber un muerto…

            -Sí, y muertos de frío vamos a quedar nosotros si salimos ahora. No ves que la patrulla tiene el tanque vacío como nuestros bolsillos. Además -siguió excusándose, mientras miraba las calles heladas a través de los vidrios empañados de una de las ventanas de la guardia- en tanto el Oficial de Guardia no esté, no podemos movernos… y si el tipo está muerto, no se va a ir a ningún lado.

Nadie contradijo su postura. Siguieron los milicos con la televisión, el agente con su guardia y el Sargento con su lectura.

Con las primeras luces de la mañana, los policías salieron a investigar la denuncia. Se tenían que quedar aunque sus turnos habían terminado, cosa que no les hizo mucha gracia. Iban bien abrigados y acompañados por el Oficial de Guardia que había vuelto de su comisión. «Comisión -iba pensando el Sargento González-, habría que ver qué acepción de la palabra le encaja bien al jefecito».

El ánimo de González era bueno. Después de unos mates amargos y unas tortas fritas viejas, estaba dispuesto a resolver el crimen más enigmático de la historia policial contemporánea patagónica.

La patrulla seguía sin combustible, así que comenzaron a subir a pie por las embarradas calles de tierra.

Las callecitas del barrio marginal se perdían atropelladamente en lo más alto del cerro Chenque. Las casuchas, de chapa, tambores aplanados y maderas informes, apenas se sostenían sobre la greda. La pendiente llegaba, en algunos casos, a sesenta grados. Los taciturnos laburantes, como cabras bípedas en una montaña de barro, salían o comenzaban a llegar de sus trabajos, si tenían la fortuna de tener uno. Cada tanto un perro desafiaba a los policías con sus gritos transidos. Cuzcos raquíticos que no comen peor que sus dueños.

Los policías ascendían cada vez con mayor dificultad por los senderos de lodo. Los borcegos se adherían al suelo viscoso dificultando cada paso, paso a paso. No se veía nada anormal. «Qué manera de cagarnos de frío al pedo… -masculló Toribio, mientras se tapaba la boca con el cuello de la campera reglamentaria.

            -Allá parece que hay algo -avisó uno de los agentes, al mejor estilo Rodrigo de Triana.

Unos cincuenta de metros más adelante, donde ya pocas casuchas asentaban sus reales, se vislumbraba un bulto contrahecho, que se disimulaba entre unas incipientes matas. La hibridación del cerro con la calle era cada vez más acentuada.

Al acercarse, la forma comenzó a tomar contornos humanos. Un hombre, de unos cincuenta años, vestido con harapos insuficientes para esa temperatura, más panzón que gordo, yacía boca arriba en medio de la calle. Los pelos, largos y entrecanos, eran un solo masacote grasoso. Su rostro, moreno y ajado por la brega eterna a que se vio sometido, tenía una enorme flor roja en su sien derecha.

            -Revísenlo, a ver si tiene alguna identificación -ordenó el Oficial, al tiempo que Toribio se alejaba un poco y echaba un vistazo por ahí.

            -Nada. Otro N.N. más -aseguró uno de los policías.

            “Lo mismo de siempre -pensó en voz alta el Oficial-, nadie clamará, ni reclamará por él…”.

            -Otro número más para las estadísticas -afirmó en medio de suspiros.

            -¿Qué estadísticas? -preguntó un agente joven, algo esmirriado y bastante bocón.

            -La estadística de muertes en Comodoro, la de homicidios, la de alcoholismo, la de crímenes sin resolver… la que vos quieras.

            -Creo que la última estadística no le cuadra, Jefe -interrumpió Toribio.

Todos se dieron vuelta y lo observaron. El Sargento estaba parado sobre unos arbustos cercanos. Tenía las manos en los bolsillos y escondía el mentón dentro de su campera. Les hizo una seña con la cabeza:

            -Vengan conmigo, que me parece que ya resolví este caso.

Los policías entrecruzaron unas miradas burlonas, pero igual lo siguieron.

El Sargento González encabezó la marcha. Caminaba despacio y mirando el suelo. El sol gruñía el nuevo día cada vez con más fuerza. El resto de los policías se dieron cuenta de por qué Toribio iba cabizbajo.

Desde el muerto partía un rastro que, con la creciente luz, se hacía más nítido. Era como si una persona hubiera arrastrado por el espeso barro una bolsa de papas, o un cuerpo.

La estela llegaba hasta una de las casuchas que estaba a unos treinta metros de allí. Los investigadores se pararon en su puerta.

            -¿Avisamos al juez? -dudó un agente.

            -¿Te parece?… Primero veamos si hay alguien… -se adelantó Toribio.

La puerta no tenía picaporte, ni cerrojos, ni bisagras; solamente estaba apoyada en el piso y sostenida por unos palos que hacían las veces de estacas. La casa era una única habitación de chapas derruidas y agujereadas. El techo, de maderas y unas pocas chapas, se sostenía mediante unas pesadas piedras que misteriosamente alguien pudo subir sin caerse con ellas encima.

            -¿Hay alguien acá? -gritó el Sargento, mientras empujaba la puerta.

Un hombre, que bien podría haber sido el hermano mellizo del muerto, escurrió su cabeza por entre unos trapos sucios y miró al policía. El rostro colorado dibujó una sonrisa amplia. Parecía no comprender lo que ocurría. No abrió la boca y se volvió a acostar.

            -¿Podemos pasar, compañero? -volvió a preguntar el Sargento.

Un gruñido fue su respuesta.

Ahora el Oficial Gutiérrez estaba junto a Toribio. El rastro se introducía en la casuca y continuaba en su piso de tierra hasta llegar a un punto, junto al camastro, en donde parecía tener su génesis. En ese sitio la tierra se encontraba removida y más húmeda. «Sangre», afirmó Toribio.

Contra la pared opuesta, tapado con los despojos de una manta, dormía profundamente otro linyera. En el rincón opuesto a la puerta, unas brasas moribundas atestiguaban que esa no fue una noche tan fría para ellos. En el piso, sobres vacíos de jugo de naranja descansaban junto a frascos hueros de alcohol etílico. El sueño pesado de los hombres tenía su explicación. Ahora tenían que buscársela al homicidio.

El Sargento Toribio González nuevamente descansaba en la oficina del Oficial de Guardia. Y, como la noche anterior, «Adiós, muñeca», reposaba amablemente en sus manos. Sus piernas se acercaban y alejaban cíclicamente de la tibieza de la estufa de cuarzo. Intercalaba unas páginas del libro con imágenes del crimen que resolvieron el día anterior. De a ratos sentía fastidio. Nunca terminó de acostumbrarse a las muertes absurdas.

Los linyeras eran amigos de años. Esa noche, como se adivinaba helada, se repartieron temprano las tareas: uno buscaría leña y los otros el alcohol y los jugos. La comida se conseguiría fácil en los contenedores de basura del centro de la ciudad. Todo estuvo organizado.

Una vez que comieron y bebieron se acostaron a dormir. Uno se acomodó contra la pared, envuelto en una manta vieja y los otros se amoldaron al único catre del rancho, invirtiendo sus posiciones. Al avanzar la noche uno de ellos comenzó a moverse y a patear, con sus botines mugrientos, la cabeza del otro.

Al principio su compañero trató de despertarlo, pero le fue imposible. Ya cansado de la incomodidad, se bajó del catre, tomó el martillo que siempre llevaba, como arma de defensa, en el bolsillo de su abrigo, lo alzó y lo bajó con todas sus fuerzas en la cabeza de su inquieto amigo.

Su víctima, en un principio, no se quejó. No llegó a enterarse nunca lo que ocurrió. De su sien comenzó a fluir la sangre, levantando vahos imperceptibles de calor.

Su matador lo bajó y lo dejó en el piso. Ahí sí se escucharon unos gemidos. Entonces comenzó a patear su estómago. Una y mil veces, hasta que ya ningún sonido se fugó de su boca desdentada. Después llamó, también a las patadas, a su otro amigo. Entre los dos tomaron de los brazos al muerto y lo llevaron lejos de la casa, para desligarse del problema. Volvieron a sus lechos para seguir durmiendo, no sin antes verificar que ya no había más alcohol en los frascos.

«Bueno… esto ya es historia vieja -pensó Toribio. Volvió la vista a su libro, pitó por enésima vez un cigarrillo y se acurrucó en la silla- hoy sí que pinta una noche tranquila».

Al rato se escucharon unos pasos apresurados en el pasillo. La puerta se abrió abruptamente:

            -Toribio, vení, apurate… avisaron que un viejo loco está haciendo disparos en medio de la calle…