Hawthorne
Edgar Allan Poe
Traducción: Julio Cortázar
La reputación del autor de Twice-Told Tale («Cuentos contados otra vez») ha estado limitada hasta hace muy poco a los círculos literarios; quizá no me equivoqué al citarlo como el ejemplo Par excellence, en nuestro país, del hombre de genio a quien se admira privadamente y a quien el público en general desconoce. Es verdad que en estos últimos dos años uno que otro crítico se ha sentido impulsado por una honrada indignación a expresar su más cálido elogio. Mr. Webber, por ejemplo, a quien nadie supera en el fino gusto por ese tipo de literatura que Mr. Hawthorne ilustra en primer término, publicó en un reciente número de The American Review un cordial y amplísimo tributo a su talento; desde la aparición de Mosses from an Old Manse («Musgos de una vieja morada») no han faltado críticas de tono parecido en nuestros periódicos más importantes. Pocas reseñas de obras de Hawthorne puedo recordar antes de Mosses. Citaré una en Arcturus (dirigido por Matthews y Duyckink) de mayo de 1841; otra en The American Monthly (cuyos directores eran Hoffman y Herbert) de marzo de 1838; una tercera, en el número 96 de la North American Review. Estas críticas, sin embargo, no parecieron influir gran cosa en el gusto popular -por lo menos sí nuestra idea de dicho gusto debe fundarse en la forma en que lo expresan los diarios o en la venta de los libros de nuestro autor-. Hasta hace poco, nunca se estiló hablar de él al mencionar a nuestros mejores escritores.
En ocasiones tales nuestros críticos cotidianos dicen: «¿No tenemos a Irving, Cooper, Bryant, Paulding y… Smith?», o bien: No tenemos a Halleck y Dana, a Longfellow, a… Thompson?». O: «¿No podemos señalar triunfalmente a nuestros Sprague, Wíllis, Channing, Bancroft, Prescott y… Jenkins?»; pero estas preguntas, a las que no se puede contestar, jamás fueron cerradas con el nombre de Hawthorne.
No cabe duda de que esta falta de apreciación por parte del público nace principalmente de las dos causas que he señalado -del hecho de que Mr. Hawthorne no es ni un hombre rico ni un charlatán-; pero resultan insuficientes para explicarlo todo. No poca parte debe atribuirse a la muy especial idiosincrasia del mismo Mr. Hawthorne. En cieno sentido y en gran medida, destacarse como hombre singular representa una originalidad, y no hay virtud literaria más alta que la originalidad. Pero ésta, tan auténtica como recomendable, no implica una peculiaridad uniforme, sino continua; una peculiaridad que nazca de un vigor de la fantasía siempre en acción, y aún mejor si nace de esa fuerza imaginativa, siempre presente, que da su propio matiz y su propio carácter a todo lo que toca, y especialmente que siente el impulso de tocarlo todo.
Suele decirse irreflexivamente que los escritores muy originales no llegan a ser populares, que son demasiado originales para alcanzar la comprensión de la masa. Los términos que se usan son siempre: «demasiado originales», «demasiado idiosincrásicos». Y, sin embargo, la excitable, indisciplinada y pueril mentalidad popular es la que más agudamente siente la originalidad.
En cambio, la crítica de los conservadores, los trillados, los cultivados viejos clérigos de la North American Review es, precisamente, la única crítica que condena la originalidad. «No sienta a un alto escritor -dice Lord Coke- tener un espíritu ígneo y parecido a la salamandra.» Como su conciencia no les permite conmover ni mover nada, estos dignatarios tienen un horror sagrado a ser conmovidos y movidos. «Dadnos quietud», encarecen. Abriendo la boca con las debidas precauciones, suspiran la palabra: «Reposo». Y, por cierto, es lo único que debería permitírseles gozar, aunque más no fuera siguiendo el principio cristiano de toma y daca.
La verdad es que si Mr. Hawthorne fuese realmente original, no dejaría de llegar a la sensibilidad del público. Pero ocurre que no es en modo alguno original. Los que así lo califican quieren decir solamente que difiere en tono y manera, y en la elección de temas, de cualquiera de sus autores conocidos -siendo evidente que este conocimiento no se extiende hasta el alemán Tieck, algunas de cuyas obras tienen un tono absolutamente idéntico al que es habitual en Hawthorne-. Claro resulta que el elemento de la originalidad consiste en la novedad. El elemento de que dispone el lector para apreciarlo es su sentido de lo nuevo. Todo lo que le da una emoción tan novedosa como agradable le parece original, y aquel capaz de proporcionársela será para él un escritor original. En una palabra, la suma de esas emociones lo lleva a pronunciarse sobre la originalidad del autor. Me permito observar aquí, sin embargo, que se da el caso en que hasta lo novedoso puede dejar de ser fuente de legítima originalidad si juzgamos a esta última como es debido por el efecto que pretende; ese caso se produce cuando lo novedoso deja de ser nuevo; el artista, para preservar su originalidad, incurre en el lugar común. Me parece que nadie ha advertido que, por descuidar este aspecto, Moore fracasó relativamente en su Lalla Rookh. Pocos lectores, y ciertamente pocos críticos, han elogiado este poema por su originalidad, pues de hecho no es la originalidad el efecto que produce; y, sin embargo, ninguna obra de igual volumen abunda en tan felices originalidades, individualmente consideradas. Tan excesivas son que, al final, ahogan en el lector toda capacidad de apreciación de las mismas.
Una vez bien entendidos estos puntos será posible justificar al crítico que, no conocedor de Tieck, lee un solo cuento o ensayo de Hawthorne y califica a su autor de original; pero el tono, la manera o la elección del tema que provoca en este crítico la sensación de lo nuevo no dejará de provocarle, a la lectura de un segundo cuento, o de un tercero y los siguientes, una impresión absolutamente antagónica. Al terminar un volumen, y más especialmente al terminar todos los volúmenes del autor, el crítico abandonará su primera intención de calificarlo de «original» y se contentará con llamarlo «peculiar».
Por cieno que yo podría coincidir con la vaga opinión de que ser original equivale a ser impopular siempre que mi concepto de la originalidad fuera el que, para mi sorpresa, poseen muchos con derecho a ser considerados críticos. El amor a las meras palabras los ha llevado a limitar la originalidad literaria a la metafísica. Sólo consideran originales en las letras las combinaciones absolutamente nuevas de pensamiento, de incidentes, etc. Claro resulta, sin embargo, que lo único merecedor de consideración es la novedad del efecto, y que ese efecto se logra mejor a los fines de toda obra de ficción -o sea, el placer-, evitando antes que buscando la novedad absoluta de la combinación. La originalidad como la entienden aquellos agobia y sobresalta el intelecto, poniendo indebidamente en acción las facultades que en la buena literatura deberíamos emplear en menor grado. Y así entendida, no puede dejar de ser impopular para las masas que, buscando entretenimiento en la literatura, se sienten marcadamente molestas por toda instrucción. Pero la auténtica originalidad -auténtica con relación a sus propósitos- es aquella que, al hacer surgir las fantasías humanas, a medias formadas, vacilantes e inexpresadas; al excitar los latidos más delicados de las pasiones del corazón, o al dar a luz algún sentimiento universal, algún instinto en embrión, combina con el placentero efecto de una novedad aparente un verdadero deleite egotístico. En el primero de los casos supuestos (el de la novedad absoluta) el lector está excitado, pero al mismo tiempo se siente perturbado, confundido, y en cieno modo le duele su propia falta de percepción, su tontería al no haber dado él mismo con la idea. En el segundo caso su placer es doble. Lo invade un deleite intrínseco y extrínseco. Siente y goza intensamente la aparente novedad del pensamiento; lo goza como realmente nuevo, como absolutamente original para el autor… y para sí mismo. Se imagina que, entre todos los hombres, sólo el autor y él han pensado eso. Entre ambos, juntos, lo han creado. Y por eso nace un lazo de simpatía entre los dos, simpatía que irradia de todas las páginas siguientes del libro.
Hay un tipo de composiciones que, con alguna dificultad, cabe admitir como un grado inferior de lo que he denominado auténticamente original, Al leer estas obras no nos decimos: «¡Cuán original es!», ni: «He aquí una idea que sólo al autor y a mí se nos ha ocurrido», sino que decimos: «¡Vaya una fantasía tan evidente y tan encantadora!», y también: «He aquí un pensamiento que no sé si se me ha ocurrido alguna vez, pero que, sin duda, se le ha ocurrido a todo el resto de la humanidad.» Este tipo de composición (que pertenece todavía a un orden elevado) suele calificarse de «natural».
Tiene poco parecido exterior, pero grandes afinidades internas con lo auténticamente original, a menos que sea, como ya lo he sugerido, un grado inferior de este último. Entre los escritores de lengua inglesa, sus mejores ejemplos los hallamos en Addison, Irvíng y Hawthorne. La «naturalidad», que suele describirse como su rasgo distintivo, ha sido considerada por algunos como solo aparentemente fácil, aunque en realidad de muy difícil obtención. Este criterio debe ser recibido, sin embargo, con cierta reserva. El estilo natural sólo es difícil para aquellos que jamás deberían intentarlo, es decir, para aquellos que no son naturales. Nace de escribir con la conciencia o con el instinto de que el tono de la composición debe ser aquel que, en cualquier punto o en cualquier tema, sería siempre el tono de la gran mayoría de la humanidad. El autor que, a la manera de los americanos del Norte, se limita a mostrarse tranquilo en todo momento, no es, en la mayoría de los casos sino tonto o estúpido, y tiene tanto derecho a considerarse «simple» o «natural» como el que podría tener un dandy de arrabal o la bella durmiente del museo de cera.
La «peculiaridad», uniformidad o monotonía de Hawthorne bastarían con su simple carácter de «peculiaridad» (sin referencia a lo que ésta sea) para privarlo de toda estimación pública. Pero ya no podemos asombrarnos de su fracaso en este terreno cuando lo vemos incurrir en monotonía en el peor de los puntos posibles, en ese punto que por ser el más alejado de la naturaleza se halla más lejos del intelecto popular, de su sentimiento y de su gusto. Aludo a la corriente alegórica que sumerge por completo la mayoría de sus temas y que, en cierta medida, interfiere en el desarrollo directo de todos ellos.
Poco puede aducirse en defensa de la alegoría, sea cual fuere su objeto o su forma. La alegoría apela, sobre todo, a la fantasía, es decir, a nuestra aptitud para adaptar lo real a lo irreal- para adaptar, en suma, elementos inadecuados-; la conexión así establecida es menos inteligible que la de «algo» con «nada», y tiene menos afinidad efectiva de la que pueden tener la sustancia y la sombra. La emoción más profunda que nos produce la más feliz de las alegorías, en cuanto alegoría, es sólo una vaga, muy vaga satisfacción ante el ingenio del escritor que ha superado una dificultad que a nuestro parecer hubiese sido preferible no tratar de superar. La falacia de la idea de que la alegoría, en cualquiera de sus modos, puede reforzar una verdad -que la metáfora, por ejemplo, ilustra tanto como embellece un argumento- puede ser prontamente demostrada; con muy poco trabajo puede probarse que la verdad es justamente lo contrario, pero estos temas son ajenos a mi actual propósito. Una cosa es clara: si alguna vez una alegoría obtiene algún resultado lo obtiene a costa del desarrollo de la ficción, a la que trastrueca y perturba. Allí donde el sentido alusivo corre a través del sentido obvio en una corriente subterránea muy profunda, de manera de no interferir jamás con la superficial a menos que así lo queramos, y de no mostrarse a menos que la llamemos a la superficie, sólo allí y entonces puede ser consentida para el uso adecuado de la narrativa de ficción. En las mejores circunstancias, siempre interferirá con esa unidad de efecto que, para el artista, vale por todas las alegorías del mundo. Pero lo que ofende de manera más vital es ese punto de máxima importancia en la ficción: la seriedad o verosimilitud. Que The Pilgrim’s Progress sea un libro ridículamente sobrestimado, que debe su aparente popularidad a esos accidentes de la literatura crítica que los críticos comprenden de sobra, es una cuestión en la que todas las gentes bien pensantes estarán de acuerdo; pero todos los placeres derivados de su lectura estarán en relación directa con la capacidad del lector para dejar de lado su verdadero propósito, en relación directa con su capacidad para quitarse de encima la alegoría -o con su incapacidad para comprenderla. Undine, la obra de De la Motte Fouqué, es el mejor y más notable ejemplo de alegoría bien manejada, juiciosamente sometida, y que sólo se advierte como una sombra, en visiones sugestivas, acercándose a la verdad en una aposición nada importuna y por tanto no desagradable.
No obstante, las evidentes razones que han impedido la popularidad de Mr. Hawthorne no bastan para condenarlo a ojos de los pocos que pertenecen propiamente a los libros, y a los cuales los libros, quizá, no pertenecen tan propiamente. Esos pocos estiman a un autor no a la manera del público, fundándose tan sólo en lo que aquél hace, sino en gran medida -incluso en la más grande- por la capacidad de hacer que evidencia. Desde este puntode vista, Hawthorne ocupa entre los literatos de Norteamérica una posición muy parecida a la de Coleridge en Inglaterra. Esos pocos a que aludo, además, sufren de cierta deformación del gusto que el largo estudio de los libros como meros libros no deja jamás de producir, y no se hallan en condiciones de encarar los errores de un literato docto. En todo momento esos caballeros se muestran propensos a pensar que el público está equivocado antes de suponer que un autor educado lo esté. Pero la simple verdad es que todo escritor que se propone impresionar al público está siempre equivocado si no consigue obligar al público a que sufra esa impresión. Naturalmente, no me toca a mí decidir en qué medida Mr. Hawthorne se ha dirigido al público; sus libros proporcionan una marcada evidencia interna de haber sido escritos para el propio autor y para sus amigos.
Durante largo tiempo ha habido un infundado y fatal prejuicio literario que nuestra época tendrá a su cargo aniquilar: la idea de que el mero volumen de una obra debe pesar considerablemente en nuestra estimación de sus méritos. El más mentecato de los autores de reseñas de las revistas trimestrales no lo será al punto de sostener que en el tamaño o el volumen de un libro, abstractamente considerados, haya nada que pueda despertar especialmente nuestra admiración. Es cieno que una montaña, a través de la sensación de magnitud física que provoca, nos afecta con un sentimiento de sublimidad, pero no podemos admitir influencia semejante en la contemplación de un libro, ni aunque se trate de La Columbiada. Las mismas revistas trimestrales no lo admitirán; sin embargo, ¿qué debemos entender en su continuo parloteo sobre «el esfuerzo sostenido»?
Admitiendo que tan sostenido esfuerzo haya creado una epopeya, admiremos el esfuerzo (si es cosa de admirar); pero no la epopeya a cuenta de aquél. En tiempos venideros el buen sentido insistirá probablemente en medir una obra de arte por la finalidad que llena, por la impresión que provoca, antes que por el tiempo que le llevó llenar la finalidad o por la extensión del «sostenido esfuerzo» necesario para producir la impresión. La verdad es que la perseverancia es una cosa y el genio otra muy distinta; y todo el trascendentalismo pagano no podrá confundirlos.
Los trozos incluidos en el volumen llamado Cuentos contados otra vez se hallan en su tercera publicación, y, naturalmente, son cuentos contados tres veces. Además, no todos son cuentos, tanto en el sentido ordinario como en el más lato del término. Muchos son ensayos; por ejemplo: Sights from a Steeple («Vistas desde un campanario»), Sunday at Home («Domingo en casa»), Little Annie’s Ramble («El paseo de Anita»), A Rill from the Town Pump («Un arroyuelo de la bomba comunal»), The Toll-Gatherer’s Day («La jornada del portazguero»), The Haunted Mind («La mente acosada»), The Sister Years («Los años fraternos»), Snow-Flakes («Copos de nieve»), Night Sketches («Apuntes nocturnos») y Foot-Prints on the Sea-Shore («Huellas en la playa»). Menciono estos detalles, sobre todo, por su discrepancia con la señalada precisión y acabado que distingue el cuerpo de la obra.
De los ensayos que acabo de citar no diré mucho. Todos y cada uno son hermosos, sin caracterizarse por el pulimento y el ajuste tan visibles en los cuentos propiamente dichos. Un pintor advertiría en seguida su rasgo principal, predominante, y lo calificaría de reposo. No se busca allí ningún efecto. Todo es tranquilo, pensativo, amortiguado. Y, sin embargo, este reposo puede darse simultáneamente con una alta originalidad de pensamiento; Mr. Hawthorne lo ha demostrado. A cada momento encontramos nuevas combinaciones, aunque jamás sobrepasan los límites de la calina. Nos tranquilizamos al leer, y al mismo tiempo nos asombra que ideas tan aparentemente obvias no se nos hayan ocurrido o no nos hayan sido comunicadas con anterioridad. En esto nuestro autor difiere esencialmente de Lamb, Hunt o Hazlitt, quienes, a pesar de la vívida originalidad de sus modalidades y expresión, poseen un pensamiento menos novedoso de lo que suele suponerse. y cuya originalidad, en el mejor de los casos, revela una rareza tan chillona como penosa, colmada de efectos sorpresivos sin fundamento natural, y que induce a reflexiones de insatisfactorio resultado. Los ensayos de Hawthorne tienen mucho del carácter de Irving, con mayor originalidad y menor acabado, mientras que superan ampliamente y en todo sentido a los del Spectator. Los tres tienen en común esa modalidad tranquila y amortiguada que he optado por denominar reposo, pero que en el caso del Spectator y de Mr. Irving se logra, sobre todo, por la ausencia de combinaciones nuevas y de originalidad, por ser la expresión tranquila, serena y modesta de pensamientos comunes, formulados en una lengua castiza y libre de toda adulteración.
En estos ensayos se ha logrado, mediante un gran esfuerzo, darnos la impresión de la ausencia del mismo. En los ensayos de Hawthorne la ausencia de todo esfuerzo es demasiado evidente como para no sentirla, y una marcada corriente subterránea de sugestión corre de continuo bajo la capa superior de la tranquila tesis. En síntesis, las efusiones de Mr. Hawthorne son producto de un intelecto auténticamente imaginativo, restringido y en cierto modo reprimido por la exquisitez del gusto, por una melancolía constitucional y por la indolencia.
Pero de sus cuentos deseo hablar en especial. Opino que en el dominio de la mera prosa, el cuento propiamente dicho ofrece el mejor campo para el ejercicio del más alto talento. Si se me preguntara cuál es la mejor manera de que el más excelso genio despliegue sus posibilidades, me inclinaría sin vacilar por la composición de un poema rimado cuya duración no exceda de una hora de lectura. Sólo dentro de este limite puede alcanzarse la más alta poesía. Señalaré al respecto que en casi todas las composiciones, el punto de mayor importancia es la unidad de efecto o impresión. Esta unidad no puede preservarse adecuadamente en producciones cuya lectura no alcanza a hacerse en una sola vez. Dada la naturaleza de la prosa, podemos continuar la lectura de una composición durante mucho mayor tiempo del que resulta posible en un poema. Si este último cumple de verdad las exigencias del sentimiento poético, producirá una exaltación del alma que no puede sostenerse durante mucho tiempo. Toda gran excitación es necesariamente efímera. Así, un poema extenso constituye una paradoja. Y sin unidad de impresión no se pueden lograr los efectos más profundos.
Las epopeyas fueron productos de un sentido imperfecto del arte, y su reino ha terminado. Un poema demasiado breve podrá lograr una impresión vívida, pero jamás intensa o duradera. El alma no se emociona profundamente sin cierta continuidad de esfuerzo, sin cierta duración en la reiteración del propósito. Hace falta la gota de agua sobre la roca. De Béranger ha creado brillantes composiciones, punzantes y conmovedoras, pero como a todos los cuerpos carentes de peso, les falta impulso de movimiento y no alcanzan a satisfacer el sentimiento poético. Chispean y excitan, pero por falta de continuidad no llegan a impresionar profundamente.
La brevedad extremada degenera en lo epigramático; el pecado de la longitud excesiva es aún más imperdonable. In medio tutissimus ibis.
Si se me pidiera que designara la clase de composición que, después del poema tal como lo he sugerido, llene mejor las demandas del genio, y le ofrezca el campo de acción más ventajoso, me produciría sin vacilar por el cuento en prosa tal como lo practica aquí Mr. Hawthorne. Aludo a la breve narración cuya lectura insume entre media hora y dos. Dada su longitud, la novela ordinaria es objetable por las razones ya señaladas en sustancia. Como no puede ser leída de una sola vez, se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad. Los sucesos del mundo exterior que intervienen en las pausas de la lectura, modifican, anulan o contrarrestan en mayor o menor grado las impresiones del libro. Basta interrumpir la lectura para destruir la auténtica unidad. El cuento breve, en cambio, permite al autor desarrollar plenamente su propósito, sea cual fuere. Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad de aquél. Y no actúan influencias externas o intrínsecas, resultantes del cansancio o la interrupción.
Un hábil artista literario ha construido un relato. Si es prudente, no habrá elaborado sus pensamientos para ubicar los incidentes, sino que, después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular, inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayude a lograr el efecto preconcebido. Sí su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso. No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio preestablecido. Y con esos medios, con ese cuidado y habilidad, se logra por fin una pintura que deja en la mente del contemplador un sentimiento de plena satisfacción. La idea del cuento ha sido presentada sin mácula, pues no ha sufrido ninguna perturbación; y es algo que la novela no puede conseguir jamás. La brevedad indebida es aquí tan recusable como en la novela, pero aún más debe evitarse la excesiva longitud.
Ya hemos dicho que el cuento posee cierta superioridad, incluso sobre el poema. Mientras el ritmo de este último constituye ayuda esencial para el desarrollo de la más alta idea del poema -la idea de lo Bello-, las artificialidades del ritmo forman una barrera insuperable para el desarrollo de todas las formas del pensamiento y expresión que se basan en la Verdad. Pero con frecuencia y en alto grado el objetivo del cuento es la verdad. Algunos de los mejores cuentos son cuentos fundados en el razonamiento. Y por eso estas composiciones, aunque no ocupen un lugar tan elevado en la montaña del espíritu, tienen un campo mucho más amplio que el dominio del mero poema. Sus productos no son nunca tan ricos, pero sí infinitamente más numerosos y apreciados por el grueso de la humanidad. En resumen, el escritor de cuentos en prosa puede incorporar a su tema una variadísima serie de modos o inflexiones del pensamiento y la expresión (el razonante, por ejemplo, el sarcástico, el humorístico), que no sólo son antagónicos a la naturaleza del poema sino que están vedados por uno de sus más peculiares e indispensables elementos: aludimos, claro está, al ritmo.
Podría agregarse aquí, entre paréntesis, que el autor que en un cuento en prosa apunta a lo puramente bello, se verá en manifiesta desventaja, pues la Belleza puede ser mejor tratada en el poema. No ocurre esto con el terror, la pasión, el honor o multitud de otros elementos. Se verá aquí cuán prejuiciada se muestra la habitual animadversión hacia los cuentos efectistas, de los cuales muchos excelentes ejemplos aparecieron en los primeros números del Blackwood. Las impresiones logradas por ellos habían sido elaboradas dentro de una legítima esfera de acción, y tenían, por tanto, un interés igualmente legítimo, aunque a veces exagerado. Los hombres de talento gustaban de ellos, aunque no faltaron otros igualmente talentosos que los condenaron sin justas razones. El crítico auténtico se limitará a demandar qué el designio del autor se cumpla en toda su extensión, por los medios más ventajosamente aplicables.
Poseemos pocos cuentos norteamericanos de verdadero mérito, y hasta diríamos que ninguno, a excepción de The Tales of a Traveller («Relatos de un viajero»), de Washington living, y estos Twice-Told Tales, de Mr. Hawthorne. Algunas de las composiciones de Mr. John Neal abundan en vigor y originalidad, pero en general sus relatos son excesivamente difusos, extravagantes y revelan un sentimiento artístico imperfecto. Aquí y allá, al azar, se encuentran en nuestros periódicos trozos que podrían compararse ventajosamente a las mejores producciones de las revistas británicas; pero en general estamos muy atrás de nuestros progenitores en este campo de la literatura.
Diremos enfáticamente de los cuentos de Mr. Hawthorne que pertenecen a la más alta esfera del arte, esa esfera que sólo se somete al genio en su expresión más cumplida. Habíamos supuesto -con buenas razones- que el autor había llegado a su situación actual por obra de una de esas descaradas diques que acosan a nuestra literatura, y cuyas pretensiones habremos de denunciar en otra oportunidad; pero, afortunadamente, nos engañábamos. Muy pocas obras conocemos que un crítico pueda elogiar con mayor honradez que Twice-Told Tales. Como norteamericanos, nos sentimos orgullosos de este libro.
Los rasgos distintivos de Mr. Hawthorne son la invención, la creación, la imaginación y la originalidad -rasgos que, en la literatura de ficción, valen acentuadamente más que todo el resto. Pero la naturaleza de la originalidad, por lo menos en lo referente a su manifestación en las letras, suele ser mal entendida. La inteligencia inventiva u original se manifiesta tanto en la novedad del tono como en la del tema. Mr. Hawthorne es original en todos los sentidos.
Resultaría un tanto difícil señalar el mejor de estos cuentos; repetimos que son bellos sin excepción. Wakerfield nos parece notable por la habilidad con que una antigua idea -un episodio harto conocido- ha sido elaborada o debatida. Un individuo antojadizo decide abandonar a su esposa y residir de incógnito, durante veinte años, en su vecindad inmediata. Un episodio de este género aconteció en Londres. La fuerza del cuento de Mr. Hawthorne reside en el análisis de los motivos que impelieron o pudieron impeler al marido a semejante locura, y las posibles causas de que perseverara en ella. El autor ha trazado sobre esta tesis un cuadro de fuerza singular. The Wedding Knell («Doblan a bodas») está lleno de audacísima imaginación -que el buen gusto gobierna plenamente-. El crítico más quisquilloso no encontraría una sola falta en este relato. The Minister’s Black Veil («El velo negro del ministro») es una composición maestra, cuyo único defecto reside en que para el vulgo su exquisita habilidad será tan desagradable como el caviar para sus gustos. Parecerá que el sentido evidente del relato ahoga el que se insinúa. La moraleja puesta en boca del ministro moribundo será considerada como el mensaje verdaderamente importante de la narración; y el hecho de que se haya cometido un tenebroso crimen (que se vincula con la «joven señora») es cosa que sólo las mentes afines a la del autor habrán de percibir. Mr. Higginbotham’s Catastrophe («La catástrofe de Mr. Higginbotham») es muy original y ha sido construido con máxima habilidad. Dr. Heidegger’s Experiment («El experimento del Dr. Heidegger») nace de una excelente concepción, ejecutada con notable destreza. Se siente respirar al artista en cada frase. The White Old Maid («La solterona blanca») es más objetable por lo que respecta a su misticismo que The Minister’s Black Veil. Incluso las mentes reflexivas y analíticas hallarán grandes dificultades para aprehender su total significación.
The Hollow of the Three Hills («El valle de las tres colinas») merecería ser citado en detalle, si tuviéramos espacio; no porque revele mayor talento que cualquiera de los otros trozos, sino porque ofrece un excelente ejemplo de la especial capacidad del autor. El tema es vulgar. Una bruja somete la Distancia y el Pasado a la contemplación de un doliente. En casos así, es costumbre describir un espejo donde aparecen las imágenes de los ausentes, o bien se ven sus imágenes recortándose en una columna de humo. Mr. Hawthorne ha acrecentado maravillosamente su efecto utilizando el oído y no la vista como medio de evocación fantástica. La cabeza del doliente queda envuelta por el manto de la bruja, y de sus mágicos pliegues brotan sonidos cuya comprensión es suficiente.
También en este cuento se adviene la presencia conspicua del artista, tanto en sus méritos positivos como en los negativos. No sólo se ha hecho allí todo lo que debía hacerse, sino que (y esto es quizá aún más difícil) no se ha hecho nada que no debiera hacerse. Cada palabra expresa, y no hay ninguna que no lo haga.
En Howe’s Masquerade («La máscara de Howe») notamos algo que se asemeja a un plagio, pero que puede ser una halagadora coincidencia de pensamiento. Citamos el pasaje en cuestión:
«Con el semblante arrebatado de furor, el general desenvainó la espada y enfrentó a la figura embozada antes de que esta última hubiera dado un solo paso. `¡Miserable, desenmascárate -gritó-, o no seguirás adelante!’ Sin recular un solo milímetro frente a la espada que le apuntaba al pecho, el desconocido hizo una solemne pausa y bajó el embozo de su capa, aunque no lo bastante come para que los espectadores pudieran ver su semblante. Pero, evidentemente, Sir William Howe alcanzó a ver lo suficiente. La severidad de su rostro dio paso a una mirada de extraña estupefacción, si no de horror, y, retrocediendo varios pasos, dejó caer su espada al suelo.» (Véase vol. II, pág. 20.)
La idea del cuento consiste en que la figura embozada es el fantasma o el doble de Sir William Howe; ahora bien, en un relato titulado «William Wilson», que figura en Cuentos de lo Grotesco y Arabesco, no solo hemos empleado la misma idea, sino que esa idea aparece de idéntica manera en varios aspectos. Citamos lo que sigue, para que nuestros lectores puedan comparar con la que antecede. Hemos destacado en bastardilla las semejanzas particulares más inmediatas:
«El breve instante en que había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento. Donde antes no había nada, alzábase ahora lo que tomé por un gran espejo. Y cuando avanzaba hacia él en el colmo del terror, mi propia imagen, pero con las facciones pálidas y bañadas en sangre, avanzó con pasos inciertos y tambaleantes a mi encuentro. Digo que así parecía, pero no era mi imagen; era Wilson, de pie ante mí y agonizante. No había un solo rasgo en las marcadas y singulares facciones de aquel rostro que no fueran exactamente los míos. Su máscara y su capa yacían donde los había arrojado, sobre el piso» (vol. II, pág. 57).
Se observará que no solamente las dos concepciones son idénticas, sino que hay varios detalles similares. En los dos casos la figura vista es el espectro o doble del que la ve. En los dos casos la escena ocurre en el curso de una mascarada. En los dos casos la figura está embozada. En los dos casos se produce una querella, es decir, que los dos personajes intercambian agrias palabras. En los dos casos el contemplador se enfurece. En los dos casos la capa y la espada caen al suelo. La frase; «¡Miserable, desenmascárate», de Mr. H., tiene un paralelo preciso en la página 56 de William Wilson.
Me apresuro a terminar este artículo con un resumen de los méritos y deméritos de Mr. Hawthorne.
Nuestro autor es peculiar y no original, salvo en esas circunstanciadas fantasías y pensamientos aislados que su falta de originalidad general no permitirá apreciar como lo merecen, impidiéndoles alcanzar jamás el conocimiento del público. Mr. Hawthorne ama excesivamente la alegoría, y mientras persista en ella no puede esperar ninguna popularidad. Pero no habrá de persistir, pues la alegoría se halla en contradicción con su naturaleza, que nunca se explaya mejor que cuando deja de lado los misticismos de sus Coodman Browns y sus Solteronas Blancas, para entregarse al sano, jocundo, aunque atemperado clima de sus Wakefields y de los Paseos de Anita. En verdad, su tendencia a la «locura» metafórica ha sido bebida inequívocamente en la atmósfera de falange y de falansterio donde durante tanto tiempo ha luchado por respirar una bocanada de aire puro. Todo lo que ya tiene de universal, le falta todavía de personal, de exclusivo. Posee el estilo más puro, el gusto más fino, erudición, humor delicado, dramatismo conmovedor, imaginación radiante y el más consumado ingenio; con todas esas buenas cualidades, se ha mostrado un buen místico. Pero, ¿acaso alguna de esas cualidades puede impedirle ser doblemente bueno dentro de un mundo de cosas sencillas, honestas, sensatas, tangibles y comprensibles? Que Mr. Hawthorne enmiende su pluma, se procure una botella de tinta visible, abandone su Vieja Morada, rompa con Mr. Alcott, cuelgue (si es posible) al director de The Dial, y tire a los cerdos todos los números que tenga de The North American Review.
*Extraído de “La maquina del tiempo. Una revista de literatura”.