PELÍCULAS
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El ómnibus refleja en su interior la pálida luz azul de los televisores. Todos los pasajeros parecen dormir, pero, en el asiento 13, un hombre mantiene los ojos abiertos. Su atención es ajena a la pantalla. En su cabeza se suceden las imágenes de una película propia. Un bache lo saca de la ensoñación. El calor y el olor rancio a comida le resultan insoportables. Solo desea llegar a la ciudad de Córdoba antes de cruzarse con la policía.
Unas horas antes, Diego Loscalzo había discutido por enésima vez con su mujer, Romina Maguna, policía de la bonaerense. Qué era eso de una separación y que se fuera de la casa. Siempre lo mismo. No podía hacerle entender quién mandaba. Golpes de un lado, ayes del otro; recriminaciones desde lo alto, sangrías por lo bajo. Conque no lo quería ver más. «Te voy a dar el gusto», le escupió con la garganta seca de tanto vociferar. Sacó de su cintura el arma reglamentaria que le había quitado unos minutos antes y le disparó cuatro veces en el pecho. Fin de la discusión. Una mancha oscura y espesa comenzó a expandirse por las baldosas de la cocina. De reojo vio unas sombras en la puerta que daba al patio. Eran su cuñada y el marido que vivían en la casa contigua. Más disparos, nuevas muertes. En la vereda se cruzó con una vecina que se acercaba alarmada por los ruidos. No había reconocido los estampidos. La Taurus PT100 que Diego sostenía con mano firme gritó una vez más y la mujer cayó malherida. Aún le quedaban unas balas en el bolsillo y Diego sabía en qué usarlas. Montó su moto y partió.
Al llegar a destino, desde las sombras de la vereda llamó a su suegra y le dijo que Romina había tenido un accidente. La sorprendió cuando se subía a un viejo Renault 19, junto a su otro hijo y su nuera con una panza de ocho meses. La mujer embarazada recibió un disparo en el vientre. No murió, pero su hijo nunca nacería. Los demás murieron sin entender.
Dejó la moto cerca de la casa de sus padres y caminó hasta Retiro. Con tarjeta de débito sacó en Vía Tac un pasaje a Córdoba.
Repasa una y otra vez los diez minutos de su raid de muertes, cuando se percata de que el ómnibus aminora la velocidad. Estira el cuello y ve por el parabrisas una miríada de luces azules que parpadean sobre la ruta. Deja el arma en el portaequipajes y se encierra en el baño. Ahora solo desea que no lo lleven a Buenos Aires.