De toda dicción considerada como inevitable ficción

 

Albert Chillón: Literatura y periodismo.
Una tradición de relaciones promiscuas. UAB, Barcelona, 1999

 

Al afirmar que la naturaleza del lenguaje no es sólo lógica sino logomítica, es decir, a un tiempo abstractiva y figurativa, estamos reivindicando que las palabras son, amén de designaciones abstractas, imágenes sensoriales: que el lenguaje, por decirlo de modo elocuente, tiene una naturaleza audiovisual. La Lingüística y la Estilística ortodoxas suelen reconocer, a lo sumo, que existe una figura retórica llamada imagen, emparentada con la metáfora y la sinestesia, pero no que las palabras son también imágenes. Repárese, no obstante, en que las palabras no son imágenes icónicas, como las generadas por los medios de comunicación y las tecnologías de nuestro tiempo, sino imágenes mentales29. El vocablo ‘imagen’ es, a no dudarlo, menos transparente y más complejo de lo que a primera vista parece: en latín, ‘imago’ significa a la vez /imagen/ e /idea o representación mental/; también en latín, ‘idolum’ vuelve a significar /imagen/; y en griego, ‘idea’ quiere decir /imagen ideal de un objeto/30. Aunque no es aceptable el recurso trillado a las etimologías fáciles para desentrañar el asunto que nos ocupa, nos hallamos ante una encrucijada repleta de insinuaciones y sugerencias. Esa ‘imago’ latina que es a un tiempo /imagen/ e /idea o representación/, ¿no nos da acaso la clave para desentrañar la cuestión que tratamos de elucidar? ¿No es cierto acaso que las palabras, por su naturaleza logomítica, por su tensión inevitable entre abstracción y sensorialidad, tienen una dimensión inevitablemente configuradora, imaginaria? ¿Y no se desprende de ahí acaso que al empalabrar la «realidad», los sujetos no hacen sino imaginarla?

Este es, a mi juicio, el hecho decisivo, derivado de esa concepción nietzscheana acerca de la naturaleza retórica del lenguaje sobre la que venimos reflexionando:

que al hablar, al decir, los sujetos inevitablemente ideamos, a saber, imaginamos la «realidad» que vivimos, observamos, evocamos o anticipamos; que toda dicción humana es, siempre y en alguna medida y manera variables, también ficción; que no es que uno de los modos posibles de la dicción sea la ficción —junto a la llamada «no ficción» y sus géneros, pongamos por caso—, sino que dicción y ficción son constitutivamente una y la misma cosa; y que, en todo caso, la tarea reflexiva y analítica para el estudioso consiste en discernir cuáles son los grados y las modalidades en que esa ficción constitutiva de toda dicción se da en los intercambios comunicativos.

Es necesario, no obstante, aclarar el alcance de la idea de ficción que manejamos, no sea que nuestro razonamiento coseche no sólo incomprensión, sino hasta indeseable y airado rechazo. Confinada a los ámbitos de la literatura, por un lado, y de la mentira y el engaño, por otro, la idea de ‘ficción’ ha sido maltratada tanto por la teoría literaria ortodoxa como por el sentido común general: sea relegada al ámbito positivo de la creación artística, sea al negativo de lo falso31.

Tales restricciones de la noción de ‘ficción’ han entorpecido considerablemente no ya sólo la reflexión epistemológica y estética relativa a esta cuestión crucial, sino también, de modo más concreto y palpable, la teoría literaria32, por una parte, y los estudios sobre comunicación, por otra. Pues no basta con decir ue existen enunciados literarios y mediáticos, de un lado, y actos de habla engañosos o mentirosos, de otro, caracterizados todos ellos por el cultivo de la ficción; ni es aceptable distinguir paladinamente entre aquellas ficciones «buenas» y estas otras «malas», como suele hacer el ufano sentido común.

En vez de echar mano una vez más de los clichés al uso, es preciso reconocer en primer lugar que, de modo necesario e inevitable, todo acto de dicción es también un acto de ficción; en segundo, que los actos de ficción en que incesantemente incurrimos al hablar nos permiten aprehender y expresar de modo figural —esto es: imaginativo y retórico— todas esas cosas que damos en llamar «realidad»; y por último, que tal convicción no debe movernos a aceptar una suerte de relativismo nihilista, en virtud del cual todo conocimiento sería mera ilusión solipsista, sino a distinguir con esmero los grados y las maneras en que la ficción empapa nuestros actos de habla.

Así, aunque no puedo ni quiero desarrollar aquí esta cuestión capital, me parece imprescindible distinguir provisionalmente varias modalidades de enunciación según sean los grados y maneras en que los afecte esa insoslayable cuota de ficción a que nos referimos. La ordenación de tales modalidades de enunciación dibujaría, de un lado, una banda «vertical» imaginaria que iría de la mayor referencialidad posible a la mayor fabulación posible, es decir, consideraría el estatuto gnoseológico de los enunciados producidos; y de otro, una suerte de banda «transversal» que integraría los enunciados según su índole formal y expresiva, esto es, consideraría su estatuto estético.

(a) Enunciación facticia33 o ficción tácita, propia de los enunciados de vocación veridicene, en los que la «dosis» de ficción estaría reducida al máximo, es decir, sería aquélla implícita y no intencional, inherente a la condición lingüística de tales enunciados. La enunciación facticia exige, para serlo, un pacto de veridicción entre los interlocutores, comprometidos a entablar un intercambio fehaciente. En este tipo de enunciados cabría distinguir, a su vez, dos tipos:

(a.1) la enunciación facticia de tenor documental, caracterizada por su veracidad y su alta verificabilidad —así, eventualmente, en actos de habla como la afirmación y la constatación, o en géneros periodísticos y mediáticos como la información, la crónica, el reportaje y el documental.

(a.2) la enunciación facticia de tenor testimonial, caracterizada por su veracidad y su escasa verificabilidad. A modo de ejemplo, es el modo de enunciación propio de libros de memorias, dietarios, epistolarios, relatos de viaje, retratos y semblanzas y, en fin, de la gama entera de la llamada literatura testimonial.

(b) Enunciación ficticia o ficción explícita, característica de los enunciados de vocación fabuladora, en los que la «dosis» de ficción sería explícita e intencional, y estaría presente en grados y maneras variables, más allá de la cuota de ficción inherente a la condición lingüística de tales enunciados. La enunciación ficticia exige, para serlo, un pacto de ‘suspensión de la incredulidad’ entre los interlocutores. En este tipo de enunciados cabría distinguir, a su vez, al menos tres tipos:

( b.1) la enunciación ficticia de tenor realista, caracterizada por la búsqueda de una verdad esencial destilada por medio del cultivo de la verosimilitud referencial, esto es, por su carácter representativo y mimético respecto de un mundo posible reconocible para el interlocutor (por ejemplo, el París de la Restauración, o el Chicago de la Gran Depresión). Este sería el caso del relato, la novela y el cine realistas, de Flaubert a Rossellini pasando por Chejov y Hemingway.

(b.2) la enunciación ficticia de tenor mitopoético, caracterizada por la búsqueda de una verdad esencial destilada por medio del cultivo de la verosimilitud autorreferencial, esto es, no por su carácter representativo y mimético respecto de un mundo posible concreto y reconocible, sino por su apelación a esas otras realidades interiores, propias de la imaginación, la fantasía, el sueño o el ensueño. Tal sería el caso del mito y la leyenda, así como del relato, la novela y el cine fantásticos, de Poe a Kubrick pasando por Lovecraft y Tolkien.

(b.3) la enunciación ficticia de tenor falaz, caracterizada por su búsqueda deliberada de la mentira, el engaño, la tergiversación, el encubrimiento o, en fin, cualquiera de los sutiles matices incluidos en la nutrida gama de la falsedad y la mendacidad, tan bien expresada por San Agustín en De Mendacio: «Una mentira es la enunciación premeditada de una falsedad inteligible»34. Desde un punto de vista no estético sino epistemológico, lo que diferencia la ficción falaz de la ficción artística es que en ésta los interlocutores conocen y disfrutan de los términos del intercambio, mientras que en aquélla uno de ellos desconoce que se le da gato por liebre . En la enunciación falaz, por tanto, no se da pacto alguno de suspensión de la incredulidad, sino una explotación deliberada de la credulidad de uno de los interlocutores35.

Conviene observar, antes de proseguir, que —caso de ser aceptada y afinada— esta propuesta permitiría superar dicotomías obsoletas y oscurecedoras , como la burda pero consoladora distinción clásica entre las categorías de ficción y no ficción, o la todavía más burda distinción entre ficción y realidad, apoyada en una incomprensible pero extendida confusión entre el plano epistemológico —la ficción— y el plano ontológico —la realidad. Si bien se mira, no nos es dado hablar de «la realidad» más que a través de sus representaciones y expresiones: la cuestión verdaderamente crucial estriba, más bien, en dilucidar el carácter de las diversas modalidades de representación y expresión, no en contraponerlas abruptamente a una supuesta «realidad» que, de hecho, no podemos conocer más que a través de ellas.

Además, la aceptación de tal propuesta implica no sólo cuestionar la vigente identificación de la idea de ‘ficción’ con la idea de ‘falsedad’, sino reconocer que en la ficción constitutiva de la dicción humana reside esa insólita capacidad generadora de conocimiento que sólo el lenguaje posee; un conocimiento que es, nótese bien, no sólo representación (mimesis) sino muy singularmente creación (poiesis). Como razona George Steiner en Después de Babel, El lenguaje es el instrumento privilegiado gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal y como es. Sin ese rechazo, si el espíritu abandonara esa creación incesante de anti-mundos, según modalidades indisociables de la gramática de las formas optativas y subjuntivas, nos veríamos condenados a girar eternamente alrededor de la rueda de molino del tiempo presente. La realidad sería (para usar, tergiversándola, la frase de Wittgenstein) «todos los hechos tal y como son» y nada más. El hombre tiene la facultad, la necesidad de contradecir, de desdecir el mundo, de imaginarlo y hablarlo de otro modo36.

Esa capacidad poiética del lenguaje, esa facultad no sólo de representar la experiencia, sino de crear y hacer sentido está enraizada en la misma entraña de las palabras. En Presencias reales, Steiner elucida así esa decisiva cuestión: El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Hablar, bien a uno mismo o a otro, es —en el sentido más desnudo y riguroso de esta insondable banalidad— inventar, reinventar, el ser y el mundo. La verdad expresada es, lógica y ontológicamente, «ficción verdadera», donde la etimología de «ficción» nos remite de forma inmediata a la de «hacer». El lenguaje crea: por virtud de la nominación, como en el poner nombre de Adán a todas las formas y presencias; por virtud de la calificación adjetival, sin la cual no puede haber conceptualización de bien o mal; crea por medio de la predicación, del recuerdo elegido (toda la «historia» se aloja en la gramática del pretérito). Por encima de todo lo demás, el lenguaje es el generador y el mensajero del mañana (y desde el mañana). A diferencia de la hoja, del animal, sólo el hombre puede construir y analizar la gramática de la esperanza.

[…] Creo que esta capacidad para decirlo y no decirlo todo, para construir y reconstruir espacio y tiempo, engendrar y decir contrafácticos —«si Napoleón hubiese mandado en Vietnam»— hace hombre al hombre37.

El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. ¿Puede acaso decirse mejor?

 

NOTAS:

30 El «giro lingüístico» y su incidencia en la comunicación periodística Anàlisi 22, 1998 81.

31. Tal restricción de la noción de ‘ficción’, muy extendida y expansiva, ha sido rebatida en las últimas décadas por círculos restringidos de pensadores postestructuralistas, como Thomas Pavel y Lubomir Dolezel, interesados en la reflexión acerca de la llamada ficcionalidad, esto es, acerca de las modalidades ficticias de la dicción humana. Pero no me parece que hayan llevado la reflexión iniciada hasta sus últimas y decisivas consecuencias. 

Al respecto, véanse las obras de Thomas Pavel, Univers de la fiction. París: Editions du Seuil, 1988; Lubomir Dolezel, «Truth and Authenticity in Narrative», Poetics Today, I, 4, 1980, p. 7-25; y, también, el volumen colectivo de R. Barthes, L. Bersani, Ph. Hamon. M Riffaterre y I. Watt Littérature et réalité. París: Editions du Seuil, 1982. Mucho antes que estos autores, José Ortega y Gasset escribió páginas perspicaces sobre la cuestión en Ideas sobre la novela. Madrid: Revista de Occidente.

32. Es iluminador, al respecto, el ensayo de Constanzo Di Girolamo Teoría crítica de la literatura. Barcelona: Crítica, 1985.

82 Anàlisi 22, 1998 Albert Chillón

33. Según el Gran diccionario de la lengua española (op. cit., 1996), el término castellano «facticio» refiere, en su primera acepción, algo «que está hecho de una manera artificial a imitación de la realidad natural», mientras que para el Diccionari manual Pompeu Fabra (Barcelona, Edhasa, 1987), la palabra catalana «factici» designa algo «que no és una creació natural, no natural, de convenció». Aunque algunos matices de sentido las separan, ambas definiciones coinciden en señalar el carácter artificial y convencional de una imitación respecto de la realidad tomada como referencia. A mi juicio, el adjetivo «facticio» podría recibir una acuñación complementaria, como designación de los enunciados de vocación veridicente, y sustituir así con ventaja la falaz y periclitada expresión «no ficción». Nótese que un enunciado «facticio» es una construcción de sentido que no reproduce ni calca la realidad, sino que la representa por medio de convenciones lingüísticas. En lo facticio existe ya, pues, una con-figuración, se da esa inevitable cuota de ficción tácita inherente a todo acto de dicción. Un enunciado «ficticio», en cambio, es aquél en que no existe vocación veridicente, sino fabulación explícita y deliberada —a veces en busca de una verdad esencial que trascienda la mera veracidad de los datos comprobables. El «giro lingüístico» y su incidencia en la comunicación periodística Anàlisi 22, 1998 83.

4 Acerca de la crucial cuestión de lo falso y lo verdadero en los enunciados lingüísticos, me parece esencial la exposición que George Steiner desarrolla en Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción. op.cit., 1990, en especial el capítulo III «La palabra contra el objeto». La definición de San Agustín está recogida en la página 251 de esta obra.

35 Esta propuesta es todavía, a no dudarlo, precaria y balbuciente. Pretende, sobre todo, poner en entredicho la acomodaticia y falaz división tradicional entre ficción y no ficción, y llamar la atención sobre la necesidad de reformular los conceptos desde la raíz. Para ello, será necesario explorar minuciosamente las contribuciones que a la elucidación de este territorio proceloso brindan la Filosofía del Lenguaje, la Pragmática y el Análisis del Discurso.

84 Anàlisi 22, 1998 Albert Chillón

36. STEINER, (1981). op. cit., p. 250.

37. STEINER, George, Presencias reales. op. cit., p. 74 y 75.