El esqueleto

Ray Bradbury

 

Ya se le había pasado la hora de ver otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha que apuntaba hacia arriba. ¿Suspiraría el doctor Burleigh cuando lo viese? En verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podía quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas!

La enfermera miró por encima al señor Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abría y metía la cabeza. Harris pensó que le oía decir:

-¿Adivine quién está aquí, doctor?

Y en seguida le pareció que la voz del doctor replicaba, débilmente:

-Oh, Dios mío, ¿otra vez?

Harris tragó saliva, nerviosamente, entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:

-¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah! -Frunció el ceño y se ajustó los lentes-. Mi querido Harris, ha sido usted aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos el aliento. Demasiadas proteínas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi receta? Váyase a la cama, menos proteínas, y no fume. Diez dólares, por favor.

Harris, enfurruñado, no se movió.

El doctor apartó brevemente los ojos de sus papeles.

-¿Todavía ahí? ¡Es usted un hipocondríaco! Ahora son once dólares.

-Pero, ¿por qué me duelen los huesos? -preguntó Harris.

El doctor Burleigh le habló como a un niño.

-¿Nunca ha tenido un músculo cansado, y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca, más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése es su caso. Quédese tranquilo. Tómese una dosis de sales. Váyase y haga ese viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!

Cinco minutos después, el señor Harris hojeaba una guía de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita comprensión la que uno obtenía de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba M. Munigant. Munigant no tenía título de médico, ni ningún otro; pero el consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia abajo…

M. Munigant, como el consultorio, era pequeño y oscuro. Como el escritorio, olía a cloroformo, yodo y otras cosas raras. Era un hombre que sabía escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba, movía unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras le salían como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la dentadura.

Harris se lo contó todo.

M. Munigant asintió. Había visto casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenían conciencia de sus propios huesos. El esqueleto. Dificilísimo. Algo que concernía al desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto.

-Muy complicado -silbó suavemente M. Munigant.

Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno, al fin había encontrado un doctor que lo entendía!

-Problema psicológico -dijo M. Munigant.

Fue rápidamente, delicadamente, hacia una pared oscura y apareció con media docena de radiografías que flotaron en el cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea.

-¡Mire, mire! ¡El esqueleto sorprendido! He aquí retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y pequeños.

El señor Harris no prestaba atención a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó, matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban espectros de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡Aquí, allí, esto, aquello, éstos, aquellos y otros!

-¡Mire!

Harris se estremeció. Las radiografías y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que venía de un país donde habitaban los monstruos de Dalí y Fuseli.

M. Munigant silbó quedamente. ¿Deseaba el señor Harris que le… trataran los huesos?

-Depende -dijo Harris.

Bueno, M. Munigant no podía ayudar a Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M. Munigant «trataría».

Harris se acostó en una mesa, con la boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se acercó a su paciente.

Algo tocó la lengua de Harris.

Harris sintió que le desencajaban las mandíbulas, y le crujían y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró involuntariamente la boca.

M. Munigant gritó. Harris casi le había arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡Todavía no era hora! Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda. Cuando el señor Harris sintiera que podía cooperar psicológicamente, cuando el señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant, entonces quizá podría hacerse algo. M. Munigant extendió la manita. Mientras tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debía ponerse a pensar. Le daría un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y lo estudiase. Tenía que familiarizarse con su propio cuerpo. Tenía que ser temblorosamente consciente de sí mismo. Tenía que mantenerse en guardia. Los esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant centellearon. Buenos días al señor Harris. Oh, ¿y no quería un palito de pan? M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizos y salados y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servía para conservar… cómo decirlo…. la práctica. ¡Buenos días, buenos días al señor Harris! El señor Harris se fue a su casa.

Al día siguiente, domingo, el señor Harris se descubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo. Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente perfecta, que le había dado M. Munigant.

En el almuerzo, Clarisse, la mujer del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:

-¡Basta!

A la tarde, el señor Harris se enclaustró en sus habitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestíbulo riendo y parloteando con otras tres señoras mientras Harris, oculto, se acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo de una hora se incorporó de pronto y llamó:

-¡Clarisse!

Clarisse entraba siempre como bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.

-¿Estás aún meditando, querido? -preguntó-. Por favor, deja eso.

Se sentó en las rodillas del señor Harris.

La belleza de Clarisse no alcanzó a distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula. El hueso parecía moverse bajo la piel pálida y brillante.

-¿Está bien que haga eso? -preguntó, sorbiendo el aliento.

-¿Qué cosa? -rió Clarisse-. ¿Mi rótula, dices?

-¿Es normal que se mueva así, alrededor?

Clarisse probó.

-Se mueve así, realmente -dijo, maravillada.

-Me alegra que la tuya se deslice, también -suspiró el señor Harris-. Empezaba a preocuparme.

-¿De qué?

El señor Harris se palmeó las costillas.

-Mis costillas no llegan hasta abajo. Se paran aquí, ¡y he descubierto el aire!

Clarisse entrecruzó las manos bajo la curva de sus pequeños pechos.

-Claro, tonto. Las costillas de todos se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas flotantes.

-Espero que no se vayan flotando por ahí.

El chiste no era nada tranquilizador. El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse solo. Nuevos descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance de sus manos temblorosas, y no quería que se rieran de él.

-Gracias por haber venido, querida -dijo.

-Cuando quieras.

Clarisse frotó dulcemente su nariz contra la de Harris.

-¡Un momento! Espera… -El señor Harris extendió el dedo y tocó las dos narices-. ¿Te das cuenta? El hueso de la nariz crece sólo hasta aquí. ¡El resto es tejido cartilaginoso!

Clarisse arrugó la nariz

-¡Claro, querido!

Se fue bailando del cuarto.

Solo, sentado, Harris sintió que la transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluía como una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos. Ahora…. ahora…. ¿qué seguía ahora? La columna vertebral, sí. Aquí. Lentamente, el señor Harris se examinó la columna , moviendo los dedos como cuando operaba los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al apretar la columna vertebral, las respuestas eran miedos y terrores que le entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna le parecía algo extraño…. horrible. Se tocó las vértebras nudosas. Como los huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de porcelana fría.

-¡Señor! ¡Señor!

Le castañetearon los dientes. Dios todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos años he andado por allí con un… esqueleto… adentro! ¿Cómo es posible que lo aceptemos así como así? ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros cuerpos?

Un esqueleto. Una de esas cosas duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas, frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahí en el suelo desparramadas como dados.

Se incorporó, muy tieso, pues ya no podía soportar la silla. Dentro de mí, ahora, pensó, tomándose el estómago y la cabeza, dentro de mi cabeza hay un… cráneo. Uno de esos caparazones curvos que guardan la jalea eléctrica del cerebro. ¡Una de esas cáscaras rajadas con dos agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños! ¡Hay ahí grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el olfato, la vista, el oído, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!

Harris tenía ganas de interrumpir la partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilízate. Has tenido una verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes, indolentes, que se mueven al viento.

La voz de Clarisse llegó desde lejos, clara, dulce.

-Querido, ¿vienes a saludar a las señoras?

El señor Harris sintió que se mantenía en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese espanto, le sostenía los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahí. Adelantándose, comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependía de esa Cosa.

-Iré en seguida, querida -contestó débilmente.

¡Vamos, ánimo!, se dijo a sí mismo. Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica. ¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!

Un instante después estaba entre las señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora Abblematt y la señorita Kirthy, las que tenían, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban con mucha calma, pues la naturaleza les había revestido cuidadosamente la calva desnudez de la clavícula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas, cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una parte del esqueleto! ¡Nunca se me había ocurrido!

-Excúsenme -jadeó, y salió corriendo del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada del jardín, entre las petunias.

Esa noche, sentado en la cama mientras Clarisse se desvestía, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teoría, pues Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:

-Oh, mi querido, las uñas no son huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!

El señor Harris dejó caer las tijeras.

-¿Estás segura? Espero que tengas razón. Me sentiría más tranquilo. -Miró la curva del cuerpo de Clarisse, boquiabierto-. Ojalá toda la gente fuera como tú.

-¡Condenado hipocondríaco! -Clarisse lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? Díselo a mamá.

-Algo que siento dentro -dijo Harris-. Algo que… comí.

A la mañana siguiente y durante toda la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que quería tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.

-¡Señorita Laurel! -gritó el señor Harris-. ¡Basta!

Solo, meditó sobre sus neurosis. La guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto tenían mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenía un talento nada común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese iría a Arizona, le pediría dinero al señor Creldon, compraría un horno y pondría una tienda. Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte había conocido a M. Munigant, que parecía decidido a comprenderlo y ayudarlo. Lucharía un tiempo solo, no iría a ver a Munigant ni al doctor Burleigh, mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecería. El señor Harris se quedó mirando el aire.

La extraña sensación no desapareció. Creció.

El martes y el jueves se desesperó pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolía, se le bajaban morosamente las comisuras de la boca, creía ver el cráneo que le sonreía desde detrás de la cara.

¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los pulmones! ¡Basta!

Jadeaba convulsamente, como si las costillas lo apretaran quitándole el aliento.

¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!

Y unos dolores de cabeza terribles le quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.

¡Mis entrañas, déjalas, por amor de Dios! ¡Apártate de mi corazón!

El corazón se le encogía bajo las costillas que se abrían en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.

Una noche descansaba acostado empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja. Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca, limpia y de calcio.

La tez, ¿no era oleosa, no tenía arrugas de preocupación?

Observa la perfección de la calavera: impecable y nívea.

La nariz, ¿no era demasiado prominente?

Observa bien los huesecitos de la nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartílago nasal formara la probóscide montañosa.

El cuerpo, ¿no era rollizo?

Bueno, examina el esqueleto, delgado, esbelto, la economía de las líneas y el contorno. ¡Marfil oriental exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una manta religiosa blanca!

Los ojos, ¿no eran protuberantes, ordinarios, apagados?

Ten la amabilidad de examinar las órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrías, pozos de calma, sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento oscuro. Toda la ironía, toda la vida, todo está ahí en esa copa de oscuridad.

Compara, compara, compara.

Harris rabió durante horas. Y el esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso, sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de una crisálida, esperando y esperando.

Harris se sentó lentamente.

-¡Un minuto! ¡Espera! -exclamó-. Tú también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y las falanges y, ssssss, ¡ahí se alzan, como si yo saludara a alguien! -Se rió-. Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos tres cuatro, jum, dos tres cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡Sí, señor!

Harris sonrió mostrando los dientes.

-Es una lucha pareja. Fuerzas iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa! ¡Sí, Dios mío, sí! ¡Aunque no te domine; todavía puedo pensar!

Instantáneamente, una mandíbula de tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego, lentamente, mientras Harris chillaba, los huesos adelantaron el hocico y se comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas las luces se apagaron….

Al fin de la semana, Harris postergó el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle vio que la lenta flecha roja señalaba 75.

Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!

Se amenazó con el puño la cara huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior, al cráneo y a las vértebras cervicales.

-¡Maldito! Crees que puedes matarme de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No, no!

Corrió a un restaurante.

Pavo, salsas, papas en crema, cuatro ensaladas, tres postres. No podía tragar nada, se sentía enfermo del estómago. Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentadura, ¿eh?, pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y crujan, y caigan todos en la sala.

Tenía fuego en la cabeza, respiraba entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho, y un dolor en las muelas; pero ganó sin embargo una pequeña batalla. Iba a beber leche cuando se detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti, muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de nosotros, muchacho, sólo para uno.

-Setenta kilos -le dijo la semana siguiente a su mujer-. ¿Notaste cómo he cambiado?

-Noto que estás mejor -dijo Clarisse-. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. -Le acarició la barbilla-. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las líneas son ahora tan firmes y fuertes…

-No son mis líneas, son sus líneas, ¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?

-¿Él? ¿Quién es él?

En el espejo del vestíbulo, más allá de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca carnosa de desesperación y odio.

Colérico, el señor Harris engulló unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer otras cosas. Clarisse vio las píldoras de malta.

-Pero, querido, realmente, yo no te pido que subas de peso -dijo.

-¡Oh, cállate! -dijo Harris entre dientes.

Clarisse lo obligó a que se acostara. Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.

-Querido -dijo Clarisse-. Te he estado observando últimamente. Estás tan… lejos. No dices nada, pero parece que te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un psiquiatra. Pero ya sé qué te diría, puedo adelantártelo. Te he oído mascullar, una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes distiéndete, tranquilízate. Estás viviendo en un círculo vicioso; cuanto más te preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote detrás del canal alimentario?

Harris cerró los ojos.

-Yo. Creo que fui yo. Adelante, Clarisse, sigue hablándome.

-Descansa ahora -susurró Clarisse dulcemente-. Descansa y olvida.

El señor Harris se mantuvo a flote un día y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podía tener su parte de culpa, sí, pero este esqueleto particular, Dios mío, devolvía los golpes.

En las últimas horas de la tarde, Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una erupción dolorosa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los ojos ya estaba del otro lado de la esquina. El consultorio de M. Munigant había quedado atrás.

Los dolores cesaron.

M. Munigant era el hombre que podía ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica, indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.

Pero no hoy. Cada vez que Harris trataba de volver al consultorio reaparecían los terribles dolores. Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.

Mientras cruzaba el vestíbulo oscuro se preguntó brevemente si M. Munigant no tenía una buena parte de culpa. ¡Al fin y al cabo era M. Munigant quien lo había incitado a que se observara el esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estaría utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant y sus palitos de pan. Ridículo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.

El espectáculo del salón del bar era alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebía una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle cómo había hecho para ocultarse los huesos. Sí, el esqueleto del hombre estaba lujosamente tapizado. Había almohadones de tocino aquí, bultos elásticos allí, y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido; nunca podría salir de ese tembladeral de grasa. Podía haberlo intentado una vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.

No sin envidia, Harris se acercó al gordo como alguien que cruza ante la proa de un transatlántico. Harris pidió una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.

-¿Glándulas?

-¿Me habla usted a mí? -preguntó el gordo.

-¿O una dieta especial? -comentó Harris-. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de peso. Me gustaría tener un estómago

-Así es entonces -susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas hirsutas-. De un modo o de otro me arrastras, me matas de hambre, de sed, acabas conmigo. -Tragó unas rebabas secas de polvo-. El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y tú quedarás tendido en el suelo, sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.

Harris caminó por un escenario que temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caía de bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando en círculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.

-¡Eh!

Otra vez el grito. Crujidos de pasos, rápidos.

Gritando, aliviado, incrédulo, Harris corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.

El coche tediosamente remolcado, reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñía los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedía confiar en su automóvil. La cosa, en verdad, tenía que ser puesta en su sitio. El incidente del desierto había pasado demasiado cerca, le había tocado los huesos, podía decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a sí mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego, para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero… ¡cuidado! Las olas saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los crustáceos podían limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres. Despacio en las curvas junto al mar.

Demonios, estaba realmente enfermo.

¿A quién recurrir? ¿Clarisse? ¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?

-¡Querido!

Clarisse lo besó. Harris sintió la solidez de los huesos y la mandíbula detrás del apasionado intercambio, y dio un paso atrás.

-Querida -dijo lentamente, enjugándose los labios con la manga, temblando.

-Pareces más delgado; oh, querido, el negocio…

-Salió bien, creo. Sí, todo marchó bien.

Clarisse lo besó de nuevo.

La cena fue morosa, trabajosamente alegre. Clarisse reía animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.

Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.

-Bueno, lo siento, pero tengo que irme. -Le pellizcó la mejilla a Harris-. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.

Cuando Clarisse desapareció, Harris marcó un número en el teléfono, nervioso.

-¿M. Munigant?

Una vez que Harris hubo colgado el auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios. Harris sintió que tenía metidos los huesos en todos los potros de tormentos que había imaginado o que se le habían aparecido en pesadillas terribles, alguna vez. Tragó todas las aspirinas que encontró, pero cuando una hora más tarde sonó el timbre de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado, jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

-¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!

M. Munigant entró. Gracias a Dios la puerta no estaba cerrada con llave.

Oh, pero el señor Harris tenía muy mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestíbulo, menudo y oscuro. Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrían todo el cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M. Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah, era evidente que el señor Harris estaba ahora psicológicamente, preparado. ¿No? Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como silbando. Había algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No importaba. Harris creía ver a través de las lágrimas que M. Munigant se encogía, se empequeñecía. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatía. ¡Ese esqueleto era un traidor! Lo arreglarían de una vez por todas.

-Señor Munigant -suspiró apenas Harris-. No… no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo. ¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?

M. Munigant silbó suavemente, apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abría la boca… Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandíbula caída de Harris. ¿Más abierta, por favor? Había sido tan difícil, aquella primera vez, ayudar al señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M. Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!

Harris sintió que le apretaban violentamente las mandíbulas, en todas direcciones, le comprimían la lengua con un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No podía respirar! Algo le retorcía las mejillas y le rompía las mandíbulas. ¡Como un chorro de agua caliente algo se le escurría en las cavidades de los huesos, golpeándole los oídos!

-¡Ahhh! -chilló Harris, gagueando. La cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los pulmones.

Harris respiró al fin, un momento, y los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. Tenía las costillas sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo, resollando fuego.

Las luces chispearon en los globos oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.

Los ojos húmedos miraron el vestíbulo.

No había nadie en el cuarto.

-¿M. Munigant? En nombre de Dios, ¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!

M. Munigant había desaparecido.

-¡Socorro!

Y en ese momento Harris oyó.

Muy adentro, en las fisuras subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosímiles: chasquidos leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente, algo que podía haber estado allí, pero no estaba…. un leño, sumergido…

Clarisse, alta la cabeza, iba por la acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con el hombrecito moreno que olía a yodo.

Clarisse no le habría prestado atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco, largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra de menta. Se comió la punta, y metió la lengua rarísima en la materia blanca, succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse llegó a la puerta de su casa, movió el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.

-¿Querido? -llamó Clarisse, sonriendo y mirando alrededor-. Querido, ¿dónde estás? -Cerró la puerta, cruzó el pasillo y entró en el vestíbulo-. Querido…

Se quedó mirando el suelo durante veinte segundos, tratando de entender.

De pronto, se puso a gritar.

Afuera, a la sombra de los sicomoros, el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo; luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodía triste en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz de Clarisse dentro de la casa.

Muchas veces, en la niñez, Clarisse había corrido por las arenas de la playa, y había pisado una medusa de mar, y había chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar gelatinosa en tu propio vestíbulo. Puedes dar un paso atrás.

Es terrible cuando la medusa te llama por tu propio nombre.