Rutina

(a.e.d. )

El dentista Ernesto Barreda debía realizar las compras hogareñas en su regreso del consultorio, como todos los mediodías. Al caminar por veredas rotas, cavilaba sobre sus penurias económicas. Lo de siempre. Entró a una a panadería nueva en el barrio y esperó pacientemente su turno. El precio del pan había aumentado y se indignó. Insultó a la vendedora y golpeó con sus manos la vitrina de vidrio que le devolvía su reflejo. Los vidrios se hicieron añicos. Los otros clientes quisieron detenerlo, mientras la vendedora gritaba que llamen a la policía. Barreda forcejeó hasta que pudo salir a la vereda. Los clientes no lo siguieron. Su jurisdicción de héroes llegaba hasta el marco de la puerta.

Después, bolsa en mano, ingresó a su casa y saludó a su familia con un «Hola». No recibió respuesta. Se encogió de hombros y siguió caminando hacia el comedor. Su esposa y su suegra miraban televisión en la sala. Las dos hijas veinteañeras escuchaban música en la habitación del piso superior. Cuando su mujer, Gloria, habló, fue para azuzarlo. Le dijo que no había quedado mucha comida y que con las sobras le alcanzaba. También le recordó que debía lavar los platos. Su suegra agregó que no hiciera ruido porque estaban en lo mejor de la novela. Barreda no comió. Puso todo su empeño en la vajilla sucia y, aún así, le llovieron las acostumbradas críticas sazonadas con risas burlonas: «Dejá de hacer quilombo, boludo», «Ni eso puede hacer bien el tarado de tu marido… me podés decir cuándo se va a ir a la mierda», «Pero mamá, ¿a dónde va a ir este infeliz?, no tiene dónde caerse muerto, ni las hijas lo aguantan…». Barreda pensó unos minutos. Después se secó las manos, caminó hasta la despensa y subió a un banquito. No quería más ofensas. De lo alto de una repisa sacó una escopeta. Cargó dos cartuchos y puso otros tantos en el bolsillo de su pantalón. Fue hasta el living y se acercó silencioso por detrás de las mujeres. Miró sus cabezas que apuntaban al televisor y disparó dos veces. Suspiró hondo y con la mano derecha comenzó a hurguetear en sus bolsillos. Las hijas bajaron las escaleras atropelladamente sin saber qué había ocurrido. Las esperó en el primer escalón. Hubo dos nuevos estampidos.

La penumbra reinaba en el cuarto de hotel. Como era costumbre, habían pedido una habitación alejada de la calle.

-¿No te van a decir nada en tu casa si llegás tan tarde?, mirá que ya son más de las once…

-No, no te preocupés… hoy es diferente, no creo que vayan a decirme algo -contestó Barreda en un murmullo, mientras se acomodaba entre las tibiezas de las sábanas y las piernas de Isabel.

A lo lejos, el crescendo de una sirena policial le confirmaba a Barreda que esa noche no sería como las de siempre.