Clarín.com (Miércoles 29.12.1999, Opinión)
Viejo delito, discurso nuevo
La segunda mitad del siglo no ha sido menos cruel que la primera. Añejas violaciones a los derechos humanos se racionalizan hoy con teorías novedosas. Como ejemplo, ciertos rasgos de los sistemas de salud.
RAUL ZAFFARONI
Director del Depto. de Derecho Penal (UBA),
vice Asoc. Intern. de Derecho Penal.
La fascinación del número vence a las matemáticas y, con un año de anticipación, se está despidiendo el siglo. Es una razón más para considerarlo breve, aunque diferente de las que tiene en cuenta el historiador Eric Hobsbawn, a quien el filósofo Jurgen Habermas le imputa parcialidad, por no asignar mayor importancia al corte que significó la derrota de los totalitarismos en 1945.
No se debe caer en la superficialidad y despachar en pocas líneas semejante discusión, pero es bueno llamar la atención sobre algunos hechos, cuya evaluación no podría omitirse cuando se quisiera estimar en qué medida la segunda mitad de este siglo fue menos cruel que la primera. Este juicio no puede ser equilibrado si se prescinde de la parte de crueldad que, en esta segunda parte del siglo, no se evidencia, amparada por un cambio discursivo y por una tecnología de realidad virtual orientada a su ocultamiento.
Es cierto que hoy nadie racionaliza genocidios en función de una pretendida raza superior ni pregona el exterminio de las restantes razas o su conservación controlada como animales inferiores. Pero no es menos cierto que el Premio Nobel César Milstein reclama que la medicina se ocupe de los pobres, pensando en los africanos que no tienen acceso a los tratamientos que retardan el efecto del sida. No es el único supuesto, pues siempre se supo que cualquier recorte en dispensarios en América latina mata muchos niños en tiempo estival, y los ejemplos podrían seguir.
Si pudiésemos sumar todas las muertes que se hubiesen evitado en el mundo con oportunos y correctos tratamientos más o menos convencionales o corrientes, arrojaría una cifra equivalente o superior a la de los genocidios en estricto sentido jurídico.
Se dice que los medicamentos son caros, pues de lo contrario los laboratorios no invertirían en investigación y la medicina no avanzaría, tesis que parte del presupuesto de que los Estados no tienen el deber de aportar para la investigación médica, y de la que se deriva que la medicina no avanzará en la medida de las necesidades humanas, sino de su rentabilidad.
Si esto es así, es bastante claro que la humanidad se dividirá en un sector sano y otro enfermo (biológicamente superior e inferior, respectivamente). Si a ello se agrega que en el siglo XXI eclosionarán las terapias genéticas, habrá quienes puedan pagarse una carga genética con menos defectos y transmitirla a sus descendientes, y quienes no puedan hacerlo, perspectiva popularizada hace un par de años en un libro de Lee M. Silver, catedrático de biología en Princeton.
De llegarse a este extremo, los delirios hitlerianos de la raza superior no se verbalizarían, sino que directamente se realizarían.
¿Vidas sin valor?
Parte de esos delirios fue la tesis nazi de que existen vidas sin valor vital, lo que llevó a asesinar a los pacientes psíquicos considerados incurables y a los oligofrénicos. En función de ella se obligó a los médicos de los manicomios a seleccionar pacientes que serían asesinados. Terminada la guerra, se sometió a juicio a esos médicos y éstos explicaron que no tuvieron más opción que hacerlo, pues de lo contrario hubiesen sido eliminados todos los pacientes. Gustav Radbruch, el más célebre jurista alemán de su tiempo -por cierto no nazi- opinó que, ante tan dramática y extrema situación en que habían sido colocados los médicos, el derecho debía callar. Pero a nadie se le ocurrió justificar a quienes colocaban a los médicos en esa disyuntiva atroz, es decir, a los criminales fanatizados que racionalizaban sus homicidios alevosos con la despreciable tesis de las vidas sin valor vital.
Es sabido que los laboristas ingleses montaron en la posguerra un famoso sistema de salud, admirado en todo el mundo. Hoy, a más de cincuenta años de distancia -en los que cabe contar el largo liderazgo de la baronesa Thatcher- arrecian las denuncias contra el sistema de salud británico por dejar morir a personas mayores, y los responsables del sistema se justifican explicando que cuentan con recursos limitados, lo que obliga a decidir prioridades, es decir, a quién se debe tratar y a quién no.
En la misma página en que se lee esta aterradora información, los neurocirujanos argentinos afirman, con razón, que no pueden ser condenados como culpables de mala praxis médica, cuando en realidad son víctimas de las deficiencias de los sistemas administrativos de salud.
En realidad, parecería ser que, si bien en la actualidad nadie verbaliza la tesis de las vidas sin valor vital, se llevan a cabo conductas que, si no son idénticas, por lo menos son bastante análogas a las que se racionalizaban con ella, con la diferencia de que hoy se pretende condenar a los médicos, que carecen de un buen viejo liberal como Radbruch, que los defienda con el silencio del derecho.
En este punto las cosas han cambiado, pues en la posguerra el derecho calló en cuanto a los médicos y habló para mandar a la horca a los que los colocaron en tan horrorosa disyuntiva: hoy se tiene la sensación de que intenta proceder exactamente a la inversa.
Quizá la explicación de este original cambio se halle en que ahora los médicos son empleados mal pagos de los propios sistemas que los colocan en la alternativa letal. Sería un supuesto análogo al de los colectiveros obligados a trabajar jornadas extenuantes. En ambos casos, cargarse eventualmente con la responsabilidad penal del empleador de hecho sería parte del contrato laboral.
El derecho a la vida es el primero de los derechos humanos, porque de su existencia dependen los restantes derechos. La supresión arbitraria de la vida (por acción o por omisión) y la jerarquización biológica de personas son, a todas luces, gravísimas violaciones a los derechos humanos, sin que importe el discurso con que se pretenda racionalizarlas.
No hay muertes legítimas
Los totalitarismos derrotados en 1945 no fueron horrorosos porque enunciaron teorías racistas ni porque sostuvieron la tesis de las vidas sin valor vital, sino por las acciones increíblemente criminales que llevaron a cabo, y que sólo pretendieron justificar con esos delirios. Un discurso instigador de la violencia o discriminatorio puede ser un delito menor, pero el verdadero crimen incalificable no está en el discurso, sino en las conductas que con éste se racionalizan.
Poco le importará a la víctima del homicidio que el asesino trate de justificarse con el delirio de su falta de valor vital o con la pretendida necesidad de optimizar recursos escasos.
El argumento actual es tan incalificable como el delirio de la primera mitad del siglo. Es verdad que ninguno de los derechos humanos se respeta en toda su extensión, y que su observancia siempre está dada por un nivel medio de realización, por debajo del cual se lo considera violado. Aunque sería muy deseable la igualdad perfecta de oportunidades, es inevitable que siempre habrá recursos limitados por su muy alto costo. Pero ningún argumento puede legitimar muertes cuando, como en los casos denunciados, no se trata de la omisión de recursos innovadores y muy sofisticados, sino de los que ya son bastante corrientes, de modo que la violación al derecho a la vida en tales supuestos es palmaria.
En esta segunda mitad el siglo las cosas cambiaron. No sólo la guerra parece menos cruel, porque no se ve al enemigo que se mata y sólo se observan blancos en ingenios electrónicos, sino que se corre el riesgo de incurrir en nuevas modalidades de viejas aberraciones, que no se muestran como tales sólo porque el discurso que las racionaliza es diferente. Estamos ante una vieja violación a derechos humanos envuelta en nuevo discurso.
Se trata de un crimen ante el que la sociedad aún no ha reaccionado suficientemente. Es un nuevo desafío a los derechos humanos, que podría encararse con eficacia mediante una sólida alianza de los médicos y las ONG, que garantice a los primeros la posibilidad de denuncia sin riesgo laboral. No es difícil imaginar esta alianza, dado que cada día parece ser más evidente que, cuando el escándalo quema, se deriva la responsabilidad en los profesionales de la salud que se convierten en víctimas indirectas de los sistemas.