El lenguaje de la ciudad

Adrián Eduardo Duplatt
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La ciudad como texto

La comunicación es la base de la interacción humana. Comunicación y sociedad son indisolubles. Alicia Entel define la comunicación social como “una pluralidad de prácticas que hacen coherente la convivencia grupal, y también, al mundo de significaciones e imaginarios en torno a lo que daría consistencia y sentido a los vínculos de una comunidad humana determinada” (Entel, 1996:26).

Ergo, no es aventurado afirmar que con los procesos de interacción social se construye identidad, entendida como fruto de una negociación entre las significaciones intra e intersubjetivas. Sin comunicación, no hay identidad. Así, los elementos simbólicos -cargados de significaciones por los actuantes- son los que permiten entablar interacciones sociales.

Dentro de la identidad, el territorio es un elemento imprescindible de análisis, aunque no el único. En él se pueden hallar una retahíla de constituyentes simbólicos. La ciudad (el barrio, el país) es, entonces, plausible de estudio como ingrediente constructor de identidad. Entel la define como cristalización “de procesos políticos, históricos y culturales donde la gente y su hábitat son producidos y se producen mutuamente” (Entel, 1996:21).

La ciudad ha sido enfocada desde la sociología, la economía, el urbanismo, la antropología… Así, v.gr. Marc Augé se refiere a los lugares -la ciudad es uno de ellos- como espacios relacionales e históricos trabajados y simbolizados por el hombre, de los que se extrae la identidad individual y colectiva (1993). A estos análisis se le pueden adicionar los de la comunicación para hacer de la ciudad un objeto de estudio variopinto. La ciudad no solo es un espacio de comunicación, sino que puede ser vista como un mensaje en la comunicación. Rossana Reguillo (1997) habla de objetivarla no como un continente en el que ocurren cosas y sí por su papel coconstitutivo en formas de socialidad específica. De igual modo, Entel -parafraseando a Richard M. Morse- imagina a la ciudad como un teatro, “a los grupos sociales como actores y a los espacios como escenarios” (Entel, 1996:37) y cree que es “posible descubrir la riqueza y la capacidad predictiva de las lecturas minuciosas que el investigador puede realizar de esa dramática urbana (Entel, 1996:37).

En el campo de la comunicación, la ciudad ha sido estudiada en sus relaciones con los medios o como escenario de prácticas culturales. No abundan los trabajos que la problematizan como portadora de lenguaje o un texto en sí misma. Un tipo de análisis que no invalida a los otros, sino que los continúa por otros raíles.

Los lugares son portadores de signos y símbolos que son interpretados por quienes los observan. La idea que los habitantes tienen de la ciudad se nutre de las representaciones sociales elaboradas por los medios de comunicación y por sus propias experiencias cotidianas. “En este sentido, se puede decir que los ciudadanos, sujetos sociales, leen la ciudad como primer referente de su experiencia existencial y, a la vez, negocian sus percepciones y vivencias con las lecturas que vienen propuestas -o impuestas- por parte de los medios de difusión masiva” (Rizo García, 2004).

Las vivencias propias de la ciudad aportan datos que no pueden ser suplidos con la información de los medios de comunicación, pero estos, a su vez, no pueden ser olvidados a la hora de reconstruir el modo en que los individuos construyen modelos mentales de la realidad en los términos que postula Teun Van Dijk (1994).

(Existen enunciados sobre la ciudad que vienen desde afuera (los medios) y que se elaboran desde adentro (los de los propios habitantes). Es decir, además de los producidos por los medios, en el espacio urbano circulan discursos que se elaboran en el interior del lugar. De acuerdo a ellos, Hugo Gaggiotti (Rizo García, 2004) reconoce tres formas de percibir la ciudad: 1) una ciudad idealizada en el pasado, que justifica el origen y entiende el presente a partir de su génesis, inventa elementos simbólicos, lugares y personajes ligados a un momento simbólico de fundación; 2) una ciudad idealizada en el futuro, que ayuda a organizar proyectos, que se compara con otras ciudades y busca la identidad a partir de la comparación y 3) una ciudad idealizada en transición, que polariza a los habitantes entre la ruptura o la continuidad del pasado para la sobrevivencia de la ciudad).

Si los habitantes pueden “leer” la ciudad para elaborar una imagen primigenia (o no) de ella, quiere decir, entonces, que puede ser entendida como un texto o, mejor aún, como discurso: la asociación de un texto y su contexto (Maingueneau, 1996).

El discurso de la ciudad

El lenguaje es un conjunto sistemático de signos que permite un cierto tipo de comunicación. Dicho de otro modo, el lenguaje está constituido por signos que son interpretados por los hablantes. En realidad “toda cultura es construcción de sentido por medio de símbolos y signos; los hechos dados son la expresión a través de la cual podemos acceder a las estructuras de significación que los hombres producen sin saberlo” (Ulloa, 2006). La ciudad, producto humano, está constituido por símbolos, signos y huellas.

La huella es la señal del paso humano. La ciudad puede ser tomada como una “huella de sentido” en cuanto tiene significados comunes que acercan y llevan a experimentar un espacio común (Verón Ospina, 2000). Las huellas significan la ciudad y por medio de ellas la ciudad significa a sus habitantes. Las huellas van edificando el lenguaje del lugar. Se trata de una “escritura colectiva que es descifrable en su edificaciones, en sus calles, en la circulación, en los comportamientos” (Margulis, 2001, 122).

El lenguaje es el código simbólico por antonomasia. Construye y da a conocer las percepciones de la cultura. La ciudad, como lugar -histórico, relacional, identitario- también permite vislumbrar la cultura. Expresa los múltiples aspectos de la vida social y transmite sus significados (Margulis, 2001:121). Roland Barthes afirmaba que la ciudad es en sí misma un discurso, un verdadero lenguaje y que la ciudad habla a sus habitantes (Barthes, 1990). En la distinción entre lengua y habla de Ferdinand de Saussure, la ciudad sería la lengua, un sistema de significaciones compartido históricamente; en tanto que el uso, las apropiaciones, las prácticas, las transformaciones y la improntas del poder ocupan el lugar del habla (Margulis, 2001).

Pero la ciudad tiene otros recursos semánticos, retóricos y lógicos, distintos del lenguaje ortodoxo. “El discurso de la ciudad tiene sus particulares juegos de lenguaje que difieren en su lógica y alcance de los que se manifiestan en el nivel lingüístico, y dentro de éste, en sus distintos planos temáticos” (Margulis, 2001:123). Alicia Entel sostiene que se puede leer la crisis en el espacio urbano, aunque la gente no diga palabras; el sentimiento de las personas, sus frustraciones, se asienta en los edificios, en los comportamientos en la calle y en los proyectos políticos en la calle -las plazas- (Alarcón, 2006).

Para Mario Margulis, el espacio, las calles, los edificios y el paisaje urbano son significantes. El caminar por las calles, veredas y espacios públicos de una ciudad conlleva la posibilidad de recibir y reinterpretar “múltiples mensajes que hablan a sus habitantes, emiten señales e intervienen en los comportamientos” (Margulis, 2001, 123). Está claro que las competencias interpretativas son disímiles entre un vecino y un foráneo. Cada uno puede interpretar los mensajes de manera diferente, al igual que ocurre con cualquier texto y sus gramáticas de reconocimiento (Verón, 2004).

En un derrotero inverso, Ludwing Wittgenstein comparaba al lenguaje con una ciudad: “Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y nuevas casas, y de casa con anexos de diversos períodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y rectangulares y con casas uniformes” (Wittgenstein,1988:18,31). En todo caso, si el lenguaje es como una ciudad, entonces la ciudad es como un lenguaje.

Los significados pasan y los significantes quedan, afirmaba Barthes; Margulis traspola el aforismo a la ciudad y habla de la permanencia de los objetos (calles, edificios, monumentos) y al cambio de sentido. El uso de signos adquiere nuevos significados con el paso del tiempo y la renovación del “usuario” del lenguaje. Una plaza puede adquirir un significado distinto de una generación a otra, o en distintos grupos en un mismo tiempo, o en el mismo grupo a una hora diferente del día.

Por ello son ingentes las lecturas posibles de una ciudad. Margulis cree que “se puede intentar la interpretación de la cultura a partir de la ciudad considerada como un texto infinito, un texto compuesto no sólo por la configuración de edificios, vehículos y objetos, sino también por sus habitantes en movimiento, sus prácticas e itinerarios, sus acciones…” (Margulis, 2001:129). Entel (1996:35) llama “gestos sociales” a esos rituales que llevan a la gente circular o moverse de determinada manera y que son portadores de sentidos que deben dilucidarse. Es importante, entonces, prestar atención al aspecto material y a la cadencia de la ciudad, sus ritmos, las formas de caminar, hablar, interactuar, los recorridos habituales, los lugares rutinarios de visita y de paso, los censurados…

Belén Gache explica que las formaciones espaciales actúan como modelos estructurales a partir de los cuales las narraciones se van armando. Los mapas dan pie a constelaciones textuales y permiten una lectura topográfica de esos textos. De este modo, el acto de lectura posee una fuerte relación con la idea de viaje o traslado. La lectura implica saberes espaciales, al igual que recorrer una ciudad. La ciudad, en esta metáfora es un texto (en el que, asimismo, la lectura de carteles representa un inmenso texto poético a ser recorrido) (Gache, 2003).

Los propios ciudadanos leen e interpretan la ciudad. Lo que para un foráneo puede volverse abstruso “es inteligibe para sus habitantes que poseen los códigos que les permiten descifrar y apreciar. Esta inteligibilidad varía según el vínculo que el ciudadano tenga con cada lugar de la ciudad, con la historia y memoria que lo relacionan en forma intelectual y afectiva -desde la emotividad hasta la indiferencia- con cada sitio, calle o barrio” (Margulis, 2001:127). La propia historia del individuo, su habitus -al decir de Pierre Bourdieu- lo transforma en un semiólogo diletante con competencia para traducir lo que lee en la ciudad.

La vinculación del habitante con el territorio transforma a la ciudad en un lugar tal como lo ha definido Augé. De allí la aptitud del habitante para interpretar los signos y semantizar los sucesos, como, v.gr. las modificaciones agresivas al paisaje ciudadano: una demolición, el fin de un baldío, el inicio de nuevas obras. Las políticas públicas parecen obviar la visión de la gente al planificar una calle, un edificio o una plaza. Como señala Amalia Signorelli, el arquitecto valora lo construido en términos funcionales, el usuario, en cambio, en términos relacionales. Para el primero el espacio construido es el espacio que debe funcionar; para el segundo, el espacio de las relaciones (Signorelli, 1999). Es esta una mirada en el sentido tradicional de la arquitectura, que pone mayor foco en los estilos y diseños urbanos que en la ciudad como habitat humano (Entel, 1996:21).

(Por su parte, Carles y Palmese creen que el análisis arquitectónico y urbanístico actual se rige únicamente por criterios visuales, a pesar de que la percepción del medio es multisensorial. Entienden que es importante estudiar la relación afectiva y emocional con el sonido y el contexto en que es percibido. Para Carles y Palmese la presencia del sonido contribuye al proceso que transforma los ambientes en lugares. “La identidad sonora es, así, el conjunto de características comunes a un lugar partiendo de una hipótesis inicial: la de que los espacios urbanos, las plazas, calles, rincones y patios de las ciudades son espacios vivos, sensibles, representativos” (1996)).

La ciudades nacen, crecen y pueden morir. Van mutando con el tiempo. Cada etapa va dejando sus marcas en la arquitectura, en la disposición espacial, en las casas, calles, plazas y negocios. Charles Baudelaire con París y José Martí con Nueva York son dos ejemplos de lo que un observador atento puede desentrañar al caminar una ciudad. El flaneur, el errante que aguza los sentidos, percibe lo que la ciudad le dice y lo comunica por medio de crónicas o cuentos representa el espíritu de quien busca descifrar la ciudad. Al igual que “El hombre en la multitud” de Edgar Allan Poe, el curioso -crítico- indaga y se pregunta por lo que recibe con sus sentidos.

Por ejemplo: la ciudad también relata sus desigualdades. Muestra sus zonas ricas y sus zonas pobres. Las casas, los barrios, los lugares públicos, tipos de construcción, el asfalto y muchos otros signos le indican al visitante, y le recuerdan al lugareño, quién es quién en el lugar. La ciudad -el barrio- ayuda a la “construcción de imaginarios, cristalización de fetiches que emanan del sistema mercantil. Las representaciones colectivas están influidas por los sesgos ideológicos que operan sobre la construcción social del sentido e inciden en la significación de toda clase de objetos” (Margulis, 2001:128). La ciudad es expresión de la desigualdad social a través de lo material o las costumbres de sus pobladores.

En síntesis: la metáfora de la ciudad como texto es útil para leer la cultura de un lugar. Los signos están constituidos, entre otros elementos, por casas, calles, carteles, plazas y edificios y por los usos y apropiaciones que de ellos hacen los habitantes, al igual que por sus acciones. Interpretar el lenguaje de la ciudad es contribuir a descifrar los procesos identitarios de una población y las representaciones sociales que construyen sus individuos.

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